23 abril 2020 (in progress); primera versión en El Español de 25/04/2020
En el año 430 a.C., Atenas fue asolada por la peste[1]. Si su recuerdo ha permanecido en la memoria a través de los siglos es porque Tucídides nos dejó su impresionante crónica en el libro II de la Guerra del Peloponeso[2]. Vivió directamente la peste e incluso sufrió su contagio. Y decidió contárnoslo a las generaciones futuras (II 48.3): “Yo, por mi parte, describiré cómo se presentaba; y los síntomas con cuya observación, en el caso de que un día sobreviniera de nuevo, se estaría en las mejores condiciones para no errar en el diagnóstico”. Pero la historia para él era terapia social y por eso, además de registrar los síntomas de la enfermedad, con sus descripciones gráficas del comportamiento humano quiso resaltar que se trataba también de una enfermedad moral[3]. Veamos, pues, lo que cuenta. Y lo que, tal vez, trató de enseñarnos.
En 431 a.C. se había declarado entre Esparta y Atenas la famosa Guerra del Peloponeso, cuyo primer e indeciso año de hostilidades terminó con el entierro de los atenienses fallecidos en la lucha. Fue en el Cerámico donde se pronunció uno de los más bellos discursos – logos epitafios– de toda la historia, en el que Pericles exaltaba la grandeza y el destino civilizador de Atenas. Lo transcribe magistralmente Tucídices. Pero sin solución de continuidad – como si tratara de resaltar el contraste entre el ideal y la realidad, entre aquella grandiosa visión de Atenas y la tragedia que se aproximaba- Tucídides pasó a relatar dos hechos que marcaron el destino de la ciudad: la invasión del Ática por los peloponesios en el verano del 430 a.C y, pocos días después, la aparición de la peste en el puerto del Pireo.
El origen de la peste hay que buscarlo a más de seis mil kilómetros de distancia. Desde hacía algún tiempo que venían circulando rumores de la existencia de este tipo de brotes en algunas islas del Egeo y es probable que los marineros que arribaban a Atenas trajeran de Lemnos alguna noticia al respecto. Pero fue a principios de este verano cuando la peste visitó (epidemia significaba también visita[4]) por primera vez el Pireo. La coincidencia en el tiempo de la invasión del Ática y los primeros casos de la enfermedad alimentaron los rumores de que habían sido los peloponesios quienes habían envenenado los pozos del agua. Pero Tucídides, en lugar de hacerse eco de los bulos, dio mayor credibilidad a la tesis según la cual el origen de la enfermedad había que buscarlo en las tierras de las “gentes de rostro quemado”, esto es, en Etiopía, desde donde se expandió a Egipto, Libia, Persia y las islas del Egeo. Los trirremes de Atenas aseguraban su hegemonía marítima y las naves mercantes desembarcaban en el Pireo los alimentos que necesitaba la ciudad. Pero aquellas naves traían también, junto con los cereales, ratas, piojos y marineros contagiados. A su modo y medida, aquel mundo también era global y una rata, una pulga o un piojo de Etiopía iban a desencadenar la tragedia a seis mil kilómetros.
La enfermedad apareció “de repente”; a principios de mayo del 430 a.C. A través del Epidemion de Hipócrates, los atenienses conocían las descripciones de numerosas enfermedades. Pero desde el primer momento, dice Tucídides (II 50), esta “demostró que era un mal diferente a las afecciones ordinarias”[5]. Esta novedad y desconocimiento iba a tener dos graves consecuencias. Por una parte, estaba claro que los atenienses no estaban en absoluto inmunizados ante la nueva afección, lo que amenazaba con altas tasas de contagio. Por otra parte, el desconocimiento de la misma les condenaba a la impotencia pues (II 51.2) “nada podían hacer los médicos por su desconocimiento de la enfermedad que trataban por primera vez”. Así pues, Atenas ni disponía de antídotos, (II 51.2) “ni se halló un solo remedio, por decirlo así, que se pudiera aplicar con seguridad de su eficacia”.
Fue este desconocimiento de la naturaleza del mal y su decisión de estudiar posibles remedios para el futuro (prognosis) lo que animó a Tucídides a registrar con minuciosidad los síntomas, efectos y fases de la enfermedad (II 49.1-8). Se iniciaba de repente con una intensa sensación de calor en la cabeza, enrojecimiento e inflamación de los ojos, afectación de la faringe y la lengua y respiración irregular. Tras estos primeros síntomas venían los estornudos, la ronquera, tos violenta y problemas estomacales. Más tarde comenzaban a aparecer las úlceras por todo el cuerpo y un calor que volvía insoportable el contacto de vestidos y lienzos, acompañados de una sed insaciable. A los nueve o a los siete días perecían la mayoría de los contagiados y, en caso de sobrevivir, sus órganos y su mente quedaban gravísimamente afectados. La precisa y vívida descripción de los síntomas ha sido, desde entonces, el punto de partida para una inacabada y tal vez inacabable serie de estudios tratando de determinar la naturaleza de esta afección: viruela, tifus, peste bubónica, plaga neumónica…, sin que haya unanimidad todavía a la hora de poner un nombre a la epidemia en cuestión[6].
En los cuatro o cinco años de duración de la peste – con sus momentos de quiescencia y de rebrotes, como el de 427 a.C.[7] – la mortalidad arrasó Atenas: la cifra de fallecidos pudo oscilar entre 75.000 y 100.000 sobre una población de unos 300.000 habitantes[8]. La plaga no hizo distingos entre ciudadanos y no ciudadanos, hombres, mujeres, esclavos o metecos. Si hizo discriminaciones por edad, es algo que no lo sabemos. Lo que sí está claro es que afectó también a los poderosos. Buena prueba de ello es que el propio Tucídides se contagió; y Pericles y parte de su familia, según cuenta Plutarco, fallecieron del contagio[9]. Esta isonomía en la enfermedad no significa que atacara a todos con la misma intensidad. La peor parte la llevaron, además de los desplazados, los sanitarios, quienes (II 51.4) “morían como ovejas” y (II 47.4) “eran los principales afectados por cuanto que eran los que más se acercaban a los enfermos”.
El mal apareció también en otros lugares dentro y fuera del Ática[10]. Pero en ningún sitio generó los devastadores efectos de Atenas. Una de las principales causas fue el hacinamiento de sus habitantes[11]. Desde el inicio de la guerra con Esparta la estrategia de Pericles consistió en hacer de la ciudad un bastión inexpugnable. Las murallas la protegían de un eventual asedio espartano por tierra; la potente flota de trirremes y los Muros Largos, que unían el Pireo con Atenas, garantizaban el comercio y su abastecimiento por mar. Podía sobrevivir a cualquier asedio y al propio tiempo mantenerse como potencia imperial. Por eso Pericles ordenó que toda la población de los ciento treinta y nueve demos – unos 300.000 habitantes en tiempos de Pericles[12]– abandonaran sus campos, sus casas y sus templos y se refugiaran en Atenas. Era imposible garantizar buenas condiciones de acogida. Una minoría pudo encontrar acomodo en casas de parientes y amigos. Pero la inmensa mayoría, cuenta Tucídides (II.17) “se instalaron en los sitios desocupados de la ciudad y en todos los templos y santuarios”, en las torres de las murallas, o se repartieron el sitio acampando como podían en los Muros Largos y en el Pireo. De las condiciones insalubres en que vivían estos inmigrantes nos habla Aristófanes[13], quien ocho años más tarde presenta a estos miles de desplazados viviendo “en tinajas, en nidos de buitres y en torreones”. Tucídides toma nota de su situación (52 1) y certifica que “quienes más lo padecieron fueron los refugiados”[14].
Pero a Tucídides, fiel a su concepción terapéutica de la historia, no sólo le interesaban los síntomas y efectos arrasadores de la peste sobre los cuerpos. Quiso resaltar su dimensión de enfermedad moral. “La epidemia, asegura (II 52.4), “acarreó a la ciudad una mayor inmoralidad”. Una de las señas de identidad de la democracia ateniense era el fuerte sentido cívico orientado a la comunidad con el que compensaba la ausencia en Atenas de policía, fiscales y jueces profesionales[15]. La peste quebró este capital social, sustituido ahora por la anomia y la lucha por la supervivencia individual, pues (II 53 3) “nadie estaba dispuesto a sufrir penalidades por un fin considerado noble”. Sin aquel compromiso cívico, nada pudo impedir el pillaje de los bienes ajenos pues (II 53 4) “nadie esperaba vivir hasta el momento de celebrarse el juicio y recibir su merecido”. En tal situación, parafraseando a Hobbes, el hombre se convirtió en un lobo para el hombre.
Todavía resonaban en la ciudad aquellas palabras de Pericles, orgulloso de cómo sus conciudadanos respetaban tanto las leyes humanas como las leyes no escritas. Habían pasado, si acaso, solo un par de meses y los atenienses (52 3) “se dieron al menosprecio tanto de lo divino como de lo humano”, pues (53 4) “ningún temor de los dioses ni ley humana los detenía”. Una de las señas de identidad del mundo griego (y de la humanidad) fue siempre el respeto a los muertos. El entierro estaba regulado por las leyes no escritas, como se puede ver en la Ilíada, en Antígona de Sófocles, en las Suplicantes de Eurípides o en el solemne ceremonial con el que acababan de enterrar hacía pocos días a los muertos en la guerra. La peste acabó con lo más sagrado como era el respeto a los muertos (52 4): “Muchos recurrieron a sepelios indecorosos debido a la falta de medios, por haber tenido ya muchas muertes en su familia; en piras ajenas, anticipándose a los que las habían apilado, había quienes ponían su muerto y prendían fuego; otros, mientras otro cadáver ya estaba ardiendo, echaban encima el que ellos llevaban y se iban”, dejando abandonados en la pira a sus familiares[16].
Y muy pronto, a la crisis sanitaria y moral, se añadió el azote del hambre. Los viejos se acordaron de cierto poema antiguo en el que se vaticinaba que una guerra con los dorios traería aparejada la peste. En la ciudad asediada muy pronto se desató el debate sobre la interpretación de aquel verso: lo que había anunciado hacía tiempo el poeta ¿era la peste (loimós) o era el hambre (limós)? Y Tucídides, con sagacidad, aclara que (II 54.3) “la gente acomodaba su memoria al azote que padecía”. Tal vez para los potentados, los trescientos ciudadanos más ricos que costeaban las liturgias, aquello solo fue una gravísima crisis sanitaria. Pero para los miles de desplazados, para los esclavos, para las clases bajas y para los pobres (thetes) la crisis era doble: era crisis sanitaria pero también era crisis social en forma de hambre y miseria.
Estos fueron los hechos relativos a la epidemia y que repercutieron gravemente en la historia de Atenas. Los reveses militares y la devastación que supuso la peste fueron modificando los sentimientos de los ciudadanos hacia Pericles, a quien muy pronto los atenienses le exigieron responsabilidades ante tal desastre. La democracia ateniense era particularmente estricta en la rendición de cuentas de sus generales: la asamblea – convenientemente manipulada por los terratenientes que habían abandonado sus explotaciones y los demagogos- lo destituyó como estratego y lo condenó a una pesada multa[17]. En 429 a.C, víctima de la peste, falleció. Después de él, ya nada fue igual para Atenas. Algunos[18] consideran que la peste fue la causa principal de la derrota de Atenas ante Esparta. El propio Tucídices, sin tener en cuenta la catastrófica expedición a Sicilia del 415 a.C, asegura (III 87) que “no hubo ninguna desgracia que abrumara a los atenienses con más violencia que ésta, ni nada que debilitara tan gravemente su poderío”.
La crónica de la peste, que aquí hemos recordado, tenía para Tucídices un doble sentido terapéutico. Con su relato quería ayudar a prepararse para hacerla frente si Atenas volvía a recibir otra visita e insistir en que la peste es también una enfermedad moral y social. Unas enseñanzas que siguen siendo válidas dos mil cuatrocientos cincuenta años después para los “bárbaros” ante la presente visita. En estos días hemos podido comprobar cómo el Estado social hace a la humanidad capaz de lidiar con esta tragedia con algo menos de dolor y manteniendo la cohesión social. Hay que seguir cuidándolo. Pero, como pone de relieve el caso de Atenas, está claro que la estabilidad, el desarrollo y la paz social de cualquier sociedad no dependen solo de la fortaleza de sus ejércitos y de la capacidad de sus generales. No debemos olvidar la influencia de las epidemias sobre el ascenso y la caída de las civilizaciones[19]. Espadas y lanzas, arcos, pistolas y las más sofisticadas armas tienen muchas veces menos poder sobre el destino de las naciones que el tifus, la viruela, la peste bubónica, la fiebre amarilla, el sida, sars, ébola o el covi-19. En silencio, recuerda Hans Zizsser[20], desde los más remotos tiempos, ahí siguen agazapadas las bacterias y los virus con sus ratas, pulgas, piojos, garrapatas y chinches dispuestos a atacar tan pronto como la ignorancia, la incompetencia, la pobreza, el hambre y las guerras nos hagan bajar las defensas.
Virgilio Zapatero,
Catedrático emérito y ex Rector de la Universidad de Alcalá.
21 de abril 2020
virgiliozapatero.info
[1] La Real Academia de la Lengua define peste como una enfermedad contagiosa y grave que causa gran mortandad. En este sentido lo usamos aquí.
[2] TUCIDIDES, Historia de la Guerra del Peloponeso, libro II 47.70. Traducción y notas de Juan José Torres Esbarranch, Biblioteca Clásica Gredos, 1990.
[3] JONGRIGG, James, The Great Plague of Athens, Hist.Scien, XVIII, 1980, pp.209-225.
[4] En el Lidell-Scott, entre las acepciones de epidemia figuran, entre otras, las siguientes: llegada a un lugar, visita a una persona y prevalencia de una epidemia. Por su parte el Bailly incluye entre las acepciones de epidemia las siguientes: llegada, hacerse presente o propagación de una enfermedad contagiosa.
[5] La enfermedad “demostró que era un mal diferente a las afecciones ordinarias en el siguiente detalle: las aves y los cuadrúpedos que comen carne humana, a pesar de haber muchos cadáveres insepultos, o no se acercaban, o si los probaban perecían” TUCIDICES, La Guerra del Peloponeso, II 50 1.
[6] LITTMAN, Robert J., The Plague of Athens: Epidemiology and Paleopathology. Mount of Sinai Journal of Medicine. 76:456-467 (2009), GIMENEZ PARDO, Consuelo, La Peste (plaga) de Atenas. Reseña. REICS. 2018 y CARREÑO, Pilar, Guerra y peste en Atenas. Asclepios. Revista de Historia de la Medicina y de la ciencia, 71 /(1) enero-junio 2019-2020, pp. 1-15.
[7] TUCIDICES, III. 87: “En el invierno siguiente (esto es, el del 427/426), la epidemia azotó a Atenas por segunda vez; aunque en realidad nunca había cesado completamente, había tenido, sin embargo, algún periodo de respiro. Esta segunda vez no duró menos de un año, mientras que la primera su duración había sido de dos años; así no hubo ninguna desgracia que abrumara a los atenienses con más violencia que ésta ni nada que debilitara tan gravemente su poderío”.
[8] KAGAN, Donald calcula que falleció en la plaga un tercio de la población de Atenas. Archidamian War, p. 71 y The Fall of the Athenian Empire, p. 2. Cornell University Press. Ithaca and London, 1987.
[9] PLUTARCO, Pericles, XXXIV.
[10] Tito Livio (Historia de Roma, IV 30 8-10) da cuenta de una epidemia en el 428 a.C en Roma; pero no parece que tenga conexión con esta.
[11] Diodoro Sículo insiste en este punto: “Una muchedumbre enorme y de diversas procedencias había afluido a la ciudad, y era natural que la falta de espacio incidiera en la transmisión de las enfermedades, debido al aire viciado que respiraban”. DIORODO SÍCULO, Biblioteca Histórica, XII, 45.
[12] 300.000 habitantes en el Ática es la población que calcula Hansen en tiempos de Tucídides. Obviamente incluye mujeres, menores, metecos y esclavos. El número de ciudadanos rondaba los 60.000 únicamente. HANSEN, Mogens Herman, Three Studies on Athenian Demography, p. 12, Historisk-filosofiske Meddelser 56. Copenhagen1988.
[13] ARISTOFANES, Caballeros, 792-797, Comedias. Traducción de Luis Gil Fernández. Biblioteca Clásica Gredos, 1995.
[14] TUCIDIDES 52.1: “En medio de sus penalidades, les supuso un mayor agobio la aglomeración ocasionada por el traslado a la ciudad de las gentes del campo, y quienes más lo padecieron fueron los refugiados. En efecto, como no había casas disponibles y habitaban en barracas sofocantes debido a la época del año (verano), la mortandad se producía en una situación de completo desorden…”
[15] OBER, Josiah, A Company of Citizens, Harvard Business School Press, Boston, Massachusetts, 2003.
[16] Este macabro espectáculo impresionó a LUCRECIO que, de la mano de Tucídides, termina así su relato de la peste de Atenas: “La súbita necesidad y la pobreza indujeron a muchos horrores: algunos colocaban a sus parientes en piras levantadas para otros, con gran griterío, y les aplicaban antorchas, sosteniendo a veces luchas sangrientas antes de abandonar sus cadáveres” LUCRECIO, De Rerum Natura, VI, 1282- 1286. Traducción de Eduardo Valentí, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid 1983.
[17] DIODORO SICULO, Biblioteca Histórica, XII 45.5., habla de ochenta talentos. Ante la incompetencia de quienes le sucedieron, muy pronto el pueblo volvió a llamar a Pericles; pero este poco después falleció contagiado.
[18] LITTMAN, Robert J. The Plague of Athens: Epidemiology and Paleology, Mount Sinai School of Medicine 76, pp.556-467, 2009.
[19] Las epidemias fueron muy frecuentes en la antigüedad clásica. Entre las grandes plagas se citan la del asedio de Cartago a Siracusa (414 a.C), la Antonino (165 d.C), la epidemia de San Cipriano (250 d.C), las epidemias que provocaron los desplazamientos de poblaciones de los bárbaros y la gran peste de Constantinopla (540 a.C). Todas ellas de larga duración. Las pestes fueron uno de los factores capitales de la caída del imperio romano. PROCOPIO DE CESAREA, Historia de las Guerras. Libro I y II Guerra Persa, introducción, notas y traducción de Francisco García Romero, capítulo XXII. Biblioteca Clásica Gredos, 2000. Para William ROSEN, la peste mató al menos a veinticinco millones de personas, despobló ciudades enteras y redujo las tasas de natalidad durante varias generaciones en el preciso momento en que Justiniano más precisaba de su ejército. William ROSEN. El fin del imperio romano. La primera gran peste de la era global, Paidós 2007.
[20] ZIZSEER, Hans, Rats, Lice and History. Boston, Little, Brown and Company, 1935. Kindle edition, cap.I.