Publicado en Eldiario.es el 1 de mayo de 2020

A la preocupación por la situación sanitaria y por las repercusiones económicas de esta pandemia se añade ahora la inquietud por la constitucionalidad de la declaración del estado de alarma. La dureza de las medidas, adoptadas en uno de los momentos más trágicos de la nuestra reciente historia desde la guerra civil, y la marea normativa de estos dos meses han suscitado, lógicamente, una reflexión crítica sobre lo realizado. Mientras algunos confían que las autoridades estén actuando con respeto a la Constitución, otros tienen serias dudas sobre la constitucionalidad de las decisiones adoptadas y la aplicabilidad de la jurisprudencia constitucional a este caso. Pronto vamos a entrar en el momento de la rendición de cuentas. Esa es la democracia.

La tesis de fondo de quienes afirman la inconstitucionalidad de la declaración de alarma es sencilla: alguna de las medidas que se han aplicado – como el confinamiento y la limitación de movilidad de la mayoría de los ciudadanos- son de hecho las previstas en la legislación para los estados de excepción; no para los de alarma. De ser esta la interpretación correcta, carecerían de fundamento constitucional todas las medidas aprobadas por el Gobierno. La cuestión no es menor, pues una eventual declaración de inconstitucionalidad traería consigo graves repercusiones institucionales y políticas, sin excluir las económicas vía responsabilidad patrimonial de la Administración.

Por mi parte considero que, en esta situación trágica, es mejor buscar aquella interpretación que, siendo conforme a la Constitución, no añada más problemas a la situación ya difícil en el presente y en el futuro inmediato. Y creo que hay poderosas razones para defender el recurso al estado de alarma. En primer lugar, porque eso es lo previsto en la literalidad de la ley y esa fue la voluntad expresa del legislador hace treinta y nueve años. Tal vez, un poco de historia ayude.

Acosados por el terrorismo y el golpismo, uno de los primeros proyectos de ley que aprobó el primer gobierno constitucional de España fue el de Seguridad Ciudadana, publicado por el Boletín de la Cortes el 21 de septiembre de 1979. La complejidad del proyecto – catorce capítulos-, la debilidad de un gobierno minoritario (UCD) y la crisis del principal partido de la oposición (PSOE) hicieron que fuera imposible una tramitación urgente del mismo. Transcurrido algo más de un año desde el nombramiento de la ponencia, de la que formé parte inicialmente, decidimos convertir aquel inmanejable texto en cuatro proyectos: Seguridad Ciudadana, supuestos previstos en el artículo 55.2 de la Constitución, Estado de alarma, excepción y sitio y Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Dada la situación política se optó por dar prioridad a estas dos últimas. Las otras dos tendrían que esperar a legislaturas futuras.

En el enfoque inicial del Gobierno se configuraban los estados de alarma, de excepción y de sitio como un mismo estado de emergencia, escalable según la gravedad de las medidas a aplicar. Esto es, el Gobierno podía recurrir al estado de alarma o al estado de excepción, según la gravedad de la situación y la intensidad de las medidas a aplicar. Por eso, en el inicial proyecto se preveía la posibilidad (artículo 20 c) de declarar el estado de alarma no sólo en el supuesto de desastres naturales y epidemias sino también en el caso de que se produjeran “alteraciones del orden o de la seguridad ciudadana”. Y esto fue a lo que desde el inicio de su tramitación los parlamentarios rechazamos expresamente. La idea, en este punto unánime, fue articular tres supuestos habilitantes distintos – alarma, excepción y sitio- con una regulación diferente de acuerdo a la naturaleza de los mismos. No se trataba, pues, de una única escala con tres peldaños a elección del Gobierno.

Hablar en 1981 de estado de excepción era evocar el triste pasado de los estados de excepción del 56, del 68 y del 75. Sólo limitándole y precisando su tipificación podíamos desinfectar y recuperar dicho instrumento como última ratio del orden público de la democracia. Y de hecho, pese a las provocaciones de etarras y golpistas y a los reclamos de ciertos sectores, ningún Gobierno democrático declaró el estado de excepción en estos cuarenta y dos años. El estado de alarma, por su parte, quisimos que quedara reservado para combatir situaciones derivadas de catástrofes naturales, terremotos, incendios, crisis sanitarias, desabastecimiento o paralización de servicios públicos esenciales que no tuvieran origen en conflictos políticos. Y esa fue la razón por la que, a través de las oportunas enmiendas, el Congreso suprimió por abrumadora mayoría “la alteración del orden o de la seguridad ciudadana” que figuraba en el artículo 20 c) del proyecto inicial como supuesto habilitante del estado de alarma. Esto es lo que expresamente quiso hacer, y lo que hizo, la primera legislatura constitucional al aprobar esta ley.

La literalidad, pues, de la ley y los antecedentes del debate de la misma en el Congreso hubieran puesto en la ilegalidad a cualquier Gobierno que hubiera declarado el estado de excepción para combatir una epidemia como la presente. Todos sabemos que, a través de lo que Bentham llamaba ficciones, podemos hacer decir a la ley lo que esta nunca dijo. Pero hacer que dijo lo que expresamente excluyó, supone forzar la ley hasta unos límites difícilmente compatibles con la democracia representativa. Por no mencionar la conmoción institucional que, dada la historia de nuestro país, hubiera provocado en la actualidad el recurso al estado de excepción.

Entre quienes se toman en serio los derechos existen razonables diferencias sobre el contenido de los mismos. Es bien cierto que el legislador no permitió la suspensión de derechos en el caso del estado de alarma. Pero sí la posibilidad de limitar la circulación de personas o condicionarla al cumplimiento de determinados requisitos, cuando aquellas pueden poner en riesgo otros derechos capitales como puede ser el derecho a la salud de todos los ciudadanos. Naturalmente que esto sólo se puede hacer respetando los principios de necesidad, proporcionalidad, temporalidad, vigencia inmediata, publicidad y responsabilidad tal y como señala la ley reguladora de estos estados de emergencia. Así lo ha recordado el Tribunal Constitucional en la STC 83/2016 con ocasión de la huelga de controladores aéreos.

Los condicionamientos o limitaciones a la libre circulación, para ser conformes con la Constitución, no pueden ser arbitrarios, claro está, sino que deben ser el resultado de una ponderación de los distintos bienes en litigio (STC 55/1996) En primer lugar, la limitación tiene que perseguir un fin legítimo, como es en este caso la protección de la salud de todos (artículo 43 de la Constitución). Las medidas limitadoras deben ser adecuadas para alcanzar dicho fin: el distanciamiento social es la única solución a mano ante una afección desconocida, con alta tasa de contagio grave, con una sociedad no inmunizada y sin antídotos de momento. Y es preciso que los condicionamientos o limitaciones sean proporcionales a los riesgos que se corren: los más de 20.000 ciudadanos fallecidos y más de 200.000 contagiados hasta el momento ofrecen motivo de reflexión sobre la necesidad y proporcionalidad de la restricción de la circulación de personas y vehículos.

Toda interpretación de las leyes – si no queremos reducirla a puras logomaquias- tiene que estar ancladas en una teoría de la democracia; en nuestro caso, la democracia representativa. Que el régimen legal aplicable a la pandemia es el del estado de alarma cuenta, pues, con el apoyo de la literalidad de la ley y de la voluntad expresa del primer legislador constitucional (por cierto, la mayoría de los ponentes de aquella ley habían sido también miembros de las Cortes Constituyentes).  Y cuenta, asimismo, – y lo que conviene recalcar- con la posición de los actuales legisladores al aprobar por amplia mayoría las prórrogas del estado de alarma, decisiones que, de acuerdo con la jurisprudencia constitucional, tienen valor de ley. Que treinta y nueve años más tarde, los representantes de los españoles hayan coincidido al respecto es bien notable en unos tiempos tan poco dados al diálogo y a los acuerdos.

Es verdad que la última palabra la tiene el Tribunal Constitucional. Sabemos que tanto la Constitución como las leyes son susceptibles de diferentes interpretaciones. Pero en una democracia parlamentaria no podemos menospreciar la interpretación coincidente que han hecho nuestros legítimos representantes; en 1981 y en 2020. Y si esta, como creemos algunos, es conforme con la Constitución, tiene que aceptarse como la más legitima, máxime cuando en el debate parlamentario, además de cuidar de la constitucionalidad, se han puesto sobre la mesa también cuestiones de política legislativa – political questions– como son los daños, peligros, riesgos, costes, magnitud, etc., de esta pandemia. No sólo, dice Habermas, queremos atenernos al Estado de Derecho, sino también al Estado democrático de Derecho. No deberían olvidarlo quienes consideran irrelevante que las medidas hayan sido aprobadas por el Congreso de los Diputados. El Congreso no tiene la última palabra; pero en una democracia parlamentaria nunca pueden ser irrelevantes sus decisiones. La última palabra corresponde al Tribunal Constitucional. Y este, como sabemos, es también el defensor del Estado democrático de Derecho.

Una última consideración. En la fijación de posiciones en aquel proyecto, el ex presidente del Congreso, Félix Pons, condicionó el voto final de la oposición al mantenimiento del funcionamiento ordinario de los poderes del Estado en caso de declaración de cualquiera de los tres estados de emergencia. Así figura en la ley. Y es aquí, donde creo que las instituciones deberían haber sido más activas en una de sus funciones capitales como es el control del poder ejecutivo, examinando, caso a caso, si todas las medidas aprobadas hasta hoy han reunido aquellas condiciones que fijaba la ley y las que recordaba el Tribunal Constitucional de necesidad, coherencia y proporcionalidad. En todo caso, en la rendición de cuentas a que está obligado el Gobierno, los parlamentarios tendrán que abandonar la brocha gorda y examinar a fondo lo que se ha hecho. Para exigir responsabilidades, en su caso. Pero, sobre todo, para prevenir y, en todo caso, estar preparados ante una eventual réplica del coronavirus o ante una nueva pandemia.

Virgilio Zapatero

Catedrático emérito y ex Rector de la Universidad de Alcalá

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