Publicado en El Español, 10 de abril 2020
El coronavirus ha limpiado la agenda del debate público. Muchos de los problemas que hace un mes ocupaban nuestras conversaciones han desaparecido como por ensalmo. Se abre una nueva época en la que, pensando entre las ruinas que va a dejar la pandemia, tendremos que ocuparnos de los problemas esenciales de nuestra sociedad. Son muchos; pero uno de ellos, y no pequeño como han puesto de relieve las informaciones sobre la situación de las personas mayores en residencias y hospitales, es el del significado y alcance que hemos de dar al derecho a la vida, a la integridad física y a la salud de todos.
Los profesionales sanitarios se están enfrentando a la epidemia con un impresionante esfuerzo y profesionalidad que agradecemos con nuestro aplauso diario desde los balcones. Pero, dada la lamentable escasez de los recursos personales y materiales, ¿podemos garantizar el acceso de todos a las prestaciones sanitarias en condiciones de igualdad efectiva, como dice la Ley General de Sanidad? En situaciones como las presentes ¿tienen nuestros profesionales las orientaciones idóneas para decidir sobre la salud y la vida?
La edad como discriminante a la hora de recibir prestaciones sanitarias se ha querido convertir desde hace tiempo en el criterio capital. Tal vez porque es el más simple. Revistas y publicaciones de prestigio han acogido las propuestas de académicos sobre la necesidad de suprimir o reducir la atención sanitaria a las personas mayores. Unos, como J. Harris (The Value of Live) mantienen que hay una duración “razonable” de vida que está en torno a los setenta años: cualquiera que llegue a esa edad ha disfrutado ya de una cuota “razonable” de vida por lo que en tal caso la muerte no puede ser una tragedia. Gould D. (Some lives cost to dear), algo más generoso, defiende, en nombre de la justicia, que no debemos gastar ni un dólar en atender a las personas mayores de ochenta y dos años. Norman Daniels (Am I Parent´s Keeper?) se adhería a la idea de un racionamiento de recursos sanitarios a partir de una determinada edad. Y Daniel Callaham (Setting Limits) mantiene que hay una ciclo natural de la vida, pasado el cual no se debería aplicar “ningún tipo de intervención médica, tecnológica, procedimientos o medicación cuyo efecto sea el de retrasar el momento de la muerte”.
Dame una idea, decía Unamuno, y te diré enseguida para lo que sirve. Es lo que debió pensar el viceprimer ministro japonés, Taro Aso, cuando, haciéndose eco de este zeitgeist hizo unas declaraciones que dieron la vuelta al mundo. Como solución a la crisis de las finanzas públicas y al elevado gasto sanitario, aseguraba que no podía dormir tranquilo malgastando el dinero público en la “gente del tubo”; es decir, en aquellos ancianos atendidos con largos y caros tratamientos. Fue un escándalo. En su momento tales declaraciones me parecieron una ocurrencia macabra de un político lenguaraz (acaba de acusar a las mujeres de los problemas demográficos de Japón) y me limité a utilizarlas para organizar un debate con mis estudiantes de Derechos Humanos a propósito de las previsiones de nuestra Constitución en torno al derecho a la salud (art.43) en su conexión con el derecho a la igualdad (art.14) y el derecho a la vida y a la integridad física (art. 15). Lo que no podía imaginar era la presente radicalidad de la epidemia que estamos sufriendo y la necesidad que tendríamos de repensar, en vivo y en directo, los derechos de las personas mayores en punto a asignación de recursos sanitarios.
Decidir en materia de salud debe ser una de las obligaciones más duras de las autoridades: el hecho de operar con vidas estadísticas, que es lo que hacen los gobernantes al aprobar una ley sobre política sanitaria, no reduce los dilemas morales pero sí atenúa el dramatismo de la decisión. Mucho más dura – a veces una auténtica elección trágica- es la decisión del personal sanitario que incide sobre la salud y la vida de personas identificadas, de carne y hueso, con las que tiene una relación personal y directa. Para evitar este drama se ha tratado de ayudar a los profesionales con algunas orientaciones como son el recurso a la edad (años vividos), al criterio de la cola (se atiende al primero que llega), los años de vida que se pueden ganar (cuantas más vidas se salven, mejor), la efectividad (cuantos más años de vida salvados, mejor) e incluso John Taurek (Should the Numbers Count?) se recomienda que la mejor solución en este tipo de casos es tirar una moneda al aire y que el azar decida por nosotros. Pues bien ¿se ha proporcionado a nuestros profesionales criterios legítimos –subrayo lo de legítimos- y moralmente robustos para decidir quién se beneficiará y quién no de los escasos recursos personales y materiales que tenemos?
El día 1 de abril los medios de comunicación se hicieron eco de unas Recomendaciones de apoyo a las decisiones de limitación de esfuerzos terapéuticos (LET) en pacientes con sospecha de Covic 19 aprobado el 24 de marzo por un Grupo de Trabajo del Sistema de Salut de Catalunya. En dicho documento la edad (tener 80 años) se convierte en un criterio para medir la “intensidad terapéutica” de la asistencia que recibirá el paciente. A diferencia de los fanáticos a los que me refería al principio para quienes los mayores ya han tenido su “cuota” razonable de vida, no se trata aquí – y esta es una diferencia muy importante, claro está- de abandonar a su suerte a los mayores de 80 años sino que recibirán un tratamiento pues “todo paciente afectado de insuficiencia respiratoria aguda tiene derecho a recibir asistencia sanitaria”. Pero dada la limitación de los recursos disponibles (respiradores, camas, etc.) sí que podrían recibir un tratamiento de menor “intensidad terapéutica”. Ante dos pacientes similares, se recomienda tener en cuenta la edad y priorizar a la persona cuya situación prometa más años de vida ajustados a la calidad; esto es, a aquel paciente con un pronóstico de vivir más años de vida con calidad.
Hay ya serios estudios (Martínez Ques, Ageismo y Derechos Humanos en el contexto sanitario) que ponen ejemplos de cómo la edad se está utilizando para discriminar en materia de prestaciones sanitarias. En el caso de esta pandemia, vemos como la edad, los 80 años, es criterio para ingresar o no en una unidad de cuidados intensivos. No es un criterio único – conviene insistir- pero sí es un criterio importante. Mis dudas se refieren por una parte a la legalidad de tal criterio y, por otra, a la cuestión de cómo y quiénes deben establecer tales criterios.
De entrada, tengo dudas de la legalidad y constitucionalidad de utilizar el criterio de la edad, aunque sea en un coctel junto a otros criterios, para priorizar en las prestaciones sanitarias. La vida es igualmente valiosa con 80 que con 70 o con 30 años y merece ser protegida. Lo dice nuestra Constitución (art.43): se reconoce el derecho a la protección de la salud. Es este un derecho que, aunque con más débiles garantías, es condición muchas veces para hacer realidad el derecho fundamental a la vida y a la integridad física (art.15). Y este derecho a las prestaciones sanitarias se debe realizar “en condiciones de igualdad efectiva” como exige la Ley General de Sanidad (art.3.2); es decir, de alguna forma está conectado también con el principio de igualdad proclamado en nuestra Constitución. Por estas razones, tengo serias dudas de que sea posible utilizar directamente la edad, aunque sea junto a otros criterios, para limitar el acceso a las unidades de cuidados intensivos.
En segundo lugar, creo que este tipo de orientaciones, como ha señalado recientemente el Comité de Bioética de España, convendría que fueran comunes en todo el territorio nacional y fruto de un debate público, en el que se escuche a los expertos, profesionales sanitarios, especialistas en bioética, constitucionalistas y ciudadanos interesados. En todo caso, y en defensa de la igualdad efectiva en la atención sanitaria, no convendría que quedara consolidado como precedente el recurso a la edad sin aclarar las dudas sobre la constitucionalidad y sin un previo debate y decisión por las autoridades sanitarias. La opinión de los expertos sanitarios es imprescindible; pero en un Estado de Derecho la decisión en un tema de tanta envergadura es responsabilidad de las autoridades.
Virgilio Zapatero, catedrático emérito y ex Rector de la Universidad de Alcalá.