Cada uno es el personaje principal de su propio drama y, al mismo tiempo, es un actor secundario en la vida de los demás. Esta idea, que no es mía, me sirve para explicar cómo he vivió mis años en la política activa: con la conciencia de haber sido un actor de reparto en una obra colectiva, que es la obra mi generación. Y, por ello, como no soy ni me considero el protagonista, en lugar de hablar de mí, he optado por hablar de nosotros, de nuestra generación.

Nuestra generación, cercana ahora a su destino, ha compartido de algún modo tres características de todo grupo generacional: la contemporaneidad, la coetaneidad y una determinada circunstancia histórica. Hemos sido contemporáneos al haber vivido en el mismo tiempo histórico, en una sociedad con una estructura social, cultural y política que creaba una determinada atmósfera vital que es la que hemos respirado. También hemos sido coetáneos en el sentido de haber nacido en una misma zona de fechas y, por tanto, con una edad parecida. Y en tercer lugar, hemos vivido una misma circunstancia histórica, o un hecho detonante como fue la agonía del franquismo y el proceso de construcción de la democracia.

Y estas tres circunstancias son las que generaron un fondo compartido de pensamientos, sentimientos y proyectos que es lo que nos da un aire de familia y nos diferencia de otras generaciones con las que nos cruzamos en el camino de la vida, sean estas las que nos han precedido o las que nos han sucedido.

Me refiero a todos aquellos jóvenes que en la década de los sesenta teníamos entre 17 y 25 años, que “maduramos” en pleno proceso de desarrollo económico y de “liberalización” del país, que forjamos amistades y relaciones de grupo en aquellos años y que, con errores y aciertos, fuimos elaborando nuestro propio discurso, diferente del de nuestros padres. Fue una generación que tuvo la suerte excepcional de trasvasar sus sueños y aspiraciones al propio texto de la Constitución del 78 y que primero con gobiernos de UCD y más tarde del PSOE, dirigió este país durante dos décadas.

De esto trata este libro: de los trabajos y de los sueños de la generación socialista que a partir de la década de los setenta, liderados por Felipe González, Alfonso Guerra y Nicolás Redondo, supo refundar el viejo PSOE y convertir aquel aluvión de nuevos afiliados, aquella amalgama de ideas – socialistas, socialdemócratas, social liberales, regeneracionistas, restos del naufragio de UCD, etc.,-  en la organización plural y más poderosa de aquellos años. Trata también de cómo, desembarazándonos del empacho doctrinario de los primeros años, fuimos  aprendiendo e interiorizando las reglas de la democracia representativa y construyendo desde el Grupo parlamentario -con la dirección de Alfonso Guerra, Gregorio Peces-Barba, Javier Cosculluela, Eduardo Martin Toval, Antonio Sotillo, Juanjo Laborda y Paco Ramos- unos programas autónomos y no a base de remiendos. Trata de cómo, aseados tras llevarnos Felipe a los baños de nuestro particular Bad Godesberg (Congreso Extraordinario), llegamos al Gobierno con el famoso Programa del Cambio.

Me detengo especialmente en los cinco años en la oposición (77 a 82) porque fueron estos nuestra mejor escuela   y la etapa menos conocida pero igualmente importante. Aprendimos con UCD y de UCD; y hasta me atrevo a decir que en buena parte culminamos su programa. Fue entonces cuando adquirimos la costumbre de escuchar en los trámites legislativos a los expertos y profesionales (El grupo de jueces y fiscales, el gabinete jurídico, el gabinete de economistas, etc.). Las proposiciones de ley en la oposición (y después  los proyectos de ley desde el Gobierno) no fueron ocurrencias del momento, cuyos borradores se redactaran en torno a una mesa camilla, sino que se confeccionaron con deferencia hacia los datos, hechos, estadísticas, encuestas; esto es, apelando a la razón y no a las emociones, a los tuits y los likes. Buscamos en nuestras propuestas la racionalidad; no la likebility o la gustabilidad de la posmodernidad.

Describo como después, desde el Gobierno, también con la colaboración de expertos y profesionales Fernando Ledesma y Enrique Múgica impulsaron el desarrollo de la Constitución; Tomás de la Cuadra, Félix Pons, Joaquín Almunia, Juan Manuel Eguiagaray y Jerónimo Saavedra se ocuparon del desarrollo  del Estado de las Autonomías; Maravall, Solana, Rubalcaba y Suárez Pertierra llevaron a cabo unas reformas educativas que se convirtieron en la mejor escalera social de nuestro tiempo; Boyer,  Solchaga, Croisier y Solbes crearon el marco normativo para la modernización de nuestra economía; Javier Saenz Cosculluela, Borrell, Barón, Caballero y Barrionuevo modernizaron las carreteras y comunicaciones; Almunia, Chaves, Martínez Noval, Matilde Fernández y Pepe Griñán se ocuparon de las leyes sociales; Lluch creó el sistema nacional de salud y García Valverde, García Vargas, Griñán y Amador lo desarrollaron; Serra y García Vargas completaron la reforma de las Fuerzas Armadas; Morán, Manuel Marín y Fernández Ordoñez gestionaron la sincronización de España con Europa; Barrionuevo y Corcuera pecharon con la lucha decidida contra ETA, Rosa Conde se ocupó de la difícil brega con los Medios…

 Y todo ello, con una potente Comisión de Subsecretarios coordinada por Alfonso Guerra y con un Gobierno presidido por Felipe González, cuyo sólido liderazgo era compatible con dejar a sus ministros una autonomía difícil hoy de creer y que destaco en el libro.

Han pasado cincuenta años desde el nacimiento de nuestra generación. Montesquieu recomendaba subir a la montaña para disfrutar mejor de la visión de los valles; esto es, tomar distancia. En nuestro caso, el medio siglo transcurrido hace posible esa distancia necesaria para reconocer las cosas que hicimos bien, las que hicimos regular o mal y las que no hicimos debiendo haberlas hecho. Destacaré sólo algunas de las  que nos salieron bien y que analizo en el libro.

1.- La reconstrucción de un espacio público. Visto desde la distancia de los cincuenta años, creo que hicimos muy bien el tránsito de una dictadura a una democracia, reconstruyendo un espacio público en el que cupiéramos todos. En la antigüedad se solía hablar de la primera amnistía conocida (Atenas, 403 a.C) como un ejemplo a imitar (atheniensium vetus exemplum). En ella, tras una feroz dictadura y una guerra civil, todos los ciudadanos tenían que jurar el Me Mnesikakein: “De las cosas del pasado no haré con ánimo de perjuicio recordatorio alguno contra ninguno de mis conciudadanos”.  No se prohibía recordar sino únicamente hacerlo con ánimo de dañar y reiniciar las venganzas. Algo de esto es lo que se hizo en España con la amnistía, la primera ley aprobada en nuestra democracia, uno de los episodios más inspiradores de nuestra reciente historia.

No tratamos de olvidar el pasado; con la amnistía simplemente nos esforzamos en que la tragedia de la guerra civil y la posterior dictadura no determinaran nuestro futuro, condenados para siempre a movernos en el ciclo infernal de la venganza. Esto nos salió bien; insisto, incluso muy bien.

            2.- Un nuevo modo de hacer política. También debemos referirnos, visto desde la distancia, al nuevo modo de hacer política que nuestra generación practicó. Aquella generación no buscó la polarización de los españoles, convirtiendo la política en oficio de zapadores que sólo saben cavar trincheras y construir muros. No hubiéramos podido asentar aquella democracia a base de empalizadas y dividiendo el país en dos bloques. Si hubo un término que expresó diáfanamente lo que España llevaba dentro, fue el término consenso. Es la palabra que simbolizó toda una época y la seña de identidad de toda una generación. Se ha hecho, a veces, no poca retórica en torno a lo que significó el consenso. En realidad, frente a los fanáticos de las verdades absolutas, decir consenso equivalía, a asumir la pluralidad ideológica, moral y territorial de los españoles. Y a partir de esa pluralidad intentar construir el futuro a través del diálogo y la transacción. Y el primer fruto de aquel modo de entender y hacer política fue la Constitución.  

3.- La Constitución, parte de la biografía e historia del PSOE. Fue aquella capacidad de transacción lo que nos permitió hacer frente a los demonios familiares que habían envenenado la historia de España. Las Constituciones hay que entenderlas como la respuesta a los problemas históricos de una sociedad; son hijas de su tiempo y en buena parte sólo se explican por el periodo con el que rompen. Problemas como el de la forma de Estado, la distribución territorial del poder, el sistema de protección de los derechos fundamentales, la cuestión religiosa – asuntos todos ellos que nos habían llevado al enfrentamiento civil tanto en el siglo XIX como en el XX– se resolvieron a través del dialogo y la transacción. Y el PSOE se convirtió en uno de los padres de esta Constitución.

A veces se olvida que los partidos (Th. Lowi), además de las conocidas funciones regulativas, distributivas y redistributivas, se legitiman por lo que se conoce como función constituyente (constituent role) y que se refiere no sólo al privilegiado protagonismo en la elaboración de la Constitución (que lo tuvimos) sino a la misión de los partidos de fijar las reglas del juego político, respetarlas y hacerlas respetar (misión que también cumplimos). Pues bien, esa función constituyente se convirtió así en parte integrante de la biografía e historia del PSOE. Este es hoy el único partido superviviente de aquel gran acuerdo (AP desapareció, aunque felizmente el PP asumió ya plenamente la Constitución), lo cual es un gran activo de legitimación ante los ciudadanos. Pero también supone un deber y una especial responsabilidad histórica: velar más que nadie por el mantenimiento del orden constitucional.  

4.- Europa fue la estrella polar de nuestra generación. Lorenzo Luzuriaga, bien conocido en esta casa de la ILE, consideraba que la generación del 1914 – aquellos los jóvenes que volvían en esas fechas de estudiar en Europa- fue “la primera generación europea”. Lo fueron intelectualmente, sin lugar a dudas. Pero, políticamente, la primera generación plenamente europea fue la que consiguió el ingreso en la CEE.  En la lengua de la España constitucional, el otro término que encandiló a nuestra generación, con tanta fuerza si cabe a como ocurrió con los hijos y nietos de Giner de los Ríos, fue Europa. Una investigación sobre los discursos políticos de estos cincuenta años pondría de relieve cómo el término Europa ha sido el argumento de más peso en los debates: decir Europa era poner un triunfo sobre la mesa. Por eso, mirando hacia atrás y buscando las cosas que nos salieron bien, no podemos de dejar de mencionar con orgullo nuestro ingreso en la Comunidad europea; esto es, como decía el maestro Juan Marichal, el haber sincronizado España con el reloj de Europa.

5.- Europa, sinónimo de Estado de Bienestar. Europa era para nosotros sinónimo de Estado de Bienestar. Por eso, mirando hacia atrás el camino recorrido, le vemos pavimentado con sus políticas educativas, su prometedor Sistema de Salud y una rica, aunque todavía insuficiente, red de servicios sociales. De aquella España de nuestra juventud en la que sólo una ínfima minoría tenía abierta la puerta de las universidades y muy pocos tenían acceso real a una educación media; de aquella España en la que se carecía de un sistema nacional de asistencia sanitaria y en la que a nuestros mayores les faltaba una pensión en su inmensa mayoría y vivían del esfuerzo de los hijos…, queda felizmente muy poco. La solidaridad de las políticas sociales sustituyó finalmente a la beneficencia.

6.- La cuestión militar. En este breve repaso de lo que nuestra generación puede presentar como activos, no podría dejar de señalar lo que ha significado para España haber resuelto la cuestión militar. Hoy, con graves problemas en la agenda pública, nadie se preocupa de si se oyen o no los sables en los cuartos de banderas. Tenemos unas Fuerzas Armadas que lejos de ser un problema, como lo fueron para nuestros abuelos, para nuestros padres y para nosotros mismos, nos dan seguridad, contribuyen a la imagen solidaria de España ante el mundo y son motivo de orgullo. También esto nos salió muy bien.

La malignidad de los tiempos o de la fortuna. Pero el lector que se adentre en estas páginas, verá que no sólo hablo de lo que nos salió bien sino que no rehúyo la autocrítica de lo que no nos salió tan bien. Maquiavelo recordaba a cualquiera que hubiera ejercido un cargo público su deber de “enseñar a otros el bien que no ha podido poner en práctica por la malignidad de los tiempos o de la fortuna, para que, siendo muchos los capaces, alguno de ellos, más amado del cielo, pueda ponerlo en práctica” en el futuro. He seguido este consejo de Maquiavelo y en este trabajo no olvido las tensiones con los jueces, con los sindicatos, con los medios, con los partidos así como las propias tensiones internas. Pero me referiré sólo algunos ejemplos que encontrarán desarrollados en este libro.

1.- Del Estado de partido al Estado de líderes. Si tuviera que referirme a los más graves errores en la política de nuestro tiempo no dudaría en señalar la propia evolución de los partidos políticos. Fuimos una generación muy política: nos enamoramos de la democracia de partidos y favorecimos que estos invadieran más espacio de los que legítimamente les corresponden con el debilitamiento de los órganos independientes que precisan las democracias. Ni siquiera el propio Parlamento y los parlamentarios se han librado del abuso con el que los partidos han aplicado el sistema de listas cerradas y bloqueadas de nuestro régimen electoral. No creo que la solución hoy a los problemas de la democracia estribe en la creciente personalización del poder. Más aún, el recurso a las primarias (1997) y la ciberpolítica, lejos de favorecer la fortaleza de una democracia representativa, ha alimentado las derivas populistas y la aparición de lo que se conoce como partidos personales (Forza Italia, 5 Stelle…). El Estado de Partidos, en lugar de reformarse, está siendo sustituido por el Estado de Líderes. Mala cosa.

2.- No acertamos en los primeros momentos en el procedimiento de desarrollo del Estado de las Autonomías. No fuimos consecuentes con la distinción que aprobamos en el mismo artículo segundo de la Constitución entre “nacionalidades” y “regiones” y, con una cierta frivolidad y desconocimiento de la historia, nos lanzamos a una política de nivelación que alentó, a su vez, las reivindicaciones de los partidos nacionalistas: Aquiles nunca alcanzará a la tortuga. Iniciamos un camino de desarrollo autonómico sin tener muy claro cuál debería ser el destino final. El resultado ha sido bueno; pero podría haber sido mejor si el proceso no hubiera sido tan tortuoso. En todo caso, cerrar todo este proceso exigirá una reforma de la Constitución que nosotros no pudimos culminar pero que habrá que hacer en algún momento.

3.- La peste de nuestro tiempo. Hay un problema viejo que ha cobrado una relevancia que no tenía entonces y que marcará la agenda de nuestro país también en el futuro. Es el drama del secesionismo. Tras la II Guerra Mundial se pensó que si se eliminaba todo tipo de discriminación racial, étnica o cultural, el nacionalismo – que tan caro había costado a la humanidad en la primera parte del siglo XX- dejaría de ser un problema. Confiando en la lealtad del nacionalismo los dos grandes partidos desarrollaron el Estado de las Autonomías con fórmulas ambiciosas.

Con sorpresa, y a veces decepcionados, comprobamos cincuenta años más tarde, que el nacionalismo en su forma excluyente y secesionista no ha muerto y que, querámoslo o no, en el mundo político y económico que nos toca vivir –y no sólo en España- el nacionalismo, con su reclamación de un derecho a la secesión está lejos de haberse desactivado, reaparece hoy con nuevas fuerzas y formas para desafiar abiertamente el proyecto liberal en su más clásica formulación.

Sólo cabe esperar que el PSOE sea fiel a su biografía e historia y no olvide su función constituyente  -su activo diferencial respecto de los nuevos partidos-, e impida cualquier mutación constitucional que no sea a través de lo establecido en el núcleo duro de la Constitución como son los artículos 166 a 169 (De la Reforma)

4.- España. También ha sido llamativo – y así lo destaco- nuestro silencio sobre España como nación y hemos dejado que la manipulen los excluyentes. Preocupados por la consolidación de la democracia y el Estado de las Autonomías nos olvidamos de reivindicar – a diferencia de lo que hicieron Azaña, Fernando de los Ríos, Indalecio Prieto y la España transterrada en general- una idea compartible de España. Las naciones son comunidades construidas a base de olvidos y de recuerdos. La democracia, con la ley de amnistía, supo olvidar todo lo que pudiera dificultar la convivencia en España. Pero la construcción de la España en democracia no sólo exige ciertos olvidos; también necesita recordar y celebrar lo que nos une; que no sólo es la Constitución sino también la riqueza de una lengua compartida, las realizaciones de nuestro arte, de nuestra literatura, de nuestra obra de civilización… Y sobre todo, el orgullo pertenecer a una nación que, como pocas en la historia, supo pasar pacíficamente de una dictadura a un régimen de libertades. Esta es la memoria democrática que también necesitamos.

5.- Nuevos problemas. A los viejos problemas no suficientemente bien resueltos en aquellos tiempos, se añaden ahora los nuevos que hoy preocupan a nuestra sociedad; alguno de los cuales nosotros no previmos correctamente y que, en algunos casos, ni siquiera podíamos prever. La revolución de la mujer, la progresiva destrucción de nuestro hábitat, las amenazas del populismo de uno u otro cariz, la creciente desigualdad en el seno de nuestras sociedades, el retroceso y la baja calidad de nuestras democracias representativas… No estaban en nuestra agenda; o mejor, no estaban entre nuestras prioridades. Es lo que toca ya hoy.

Pero más allá de nuestros errores, si tuviera que hacer una síntesis de los Sueños de aquella generación del PSOE, diría que aquella fue una generación que entendió la política como transacción, que es lo propio de una democracia liberal; una generación que concibió la Constitución del 78 como la patria de todos los españoles e hizo de su función constituyente un capítulo esencial de su biografía como partido; que sincronizó por fin España con el reloj europeo y que, como los grandes partidos socialdemócratas de su época, puso las bases para un generoso Estado de Bienestar.

Decía Montaigne, maestro de sabiduría, que nos enfada que vengan pisándonos los talones como para pedirnos que salgamos. Es en lo único en lo que no le sigo, pues veo con esperanza como nos alcanzan nuevas caravanas generacionales. Una generación, imaginaba Ortega y Gasset, es como “una caravana dentro de la cual va el hombre prisionero, pero a la vez secretamente voluntario y satisfecho. Va en ella fiel a los poetas de su edad, a las ideas políticas de su tiempo, al tipo de mujer triunfante en su mocedad y hasta al modo de andar usado a los veinticinco años. De cuando en cuando ve pasar otra caravana con su raro perfil extranjero: es la otra generación” que se acerca, nos supera y trata de realizar su propio proyecto de España.

Esas nuevas generaciones están ya aquí. Sólo nos queda apoyarlas; no desde el lado oscuro de un calculador silencio, sino contando con claridad de dónde venimos y analizando lo que hicimos bien y también lo que, por la malignidad de los tiempos y de la fortuna, hicimos mal o no hicimos.

Esto, y nada más que esto, es lo que he pretendido contar en este libro sobre AQUEL PSOE.

Virgilio Zapatero.

Palabras de presentación del libro en la Fundación Giner de los Ríos el día 20 de junio de 2023, junto a Alfonso Guerra y Rosa Conde


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