La mayoría de mis amigos son pacifistas. Yo también creo serlo y por eso, siempre que puedo, asisto a las manifestaciones que convocan contra la guerra el Movimiento por la Paz y organizaciones afines. En la última marcha a la que asistí, al inicio de la invasión de Ucrania, me encontré de repente y sin darme cuenta detrás de una pancarta rotulada con un rotundo NO A LA OTAN. Busqué alguna pancarta con un lema que expresara más específicamente lo que yo pensaba y que se refiriera a la guerra de agresión de Rusia; pero no la encontré en mi entorno más inmediato. Así que, por falta de otras opciones, preferí situarme detrás de una que decía simplemente NO A LA GUERRA. Pero, a la vista de los distintos lemas que contenían las pancartas exhibidas, terminé preguntándome si realmente estábamos manifestándonos todos nosotros en defensa de lo mismo.  

En su reciente trabajo, Infocracia, el filósofo Byung-Chul Han dedica el último capítulo a la Crisis de la Verdad en nuestras sociedades. Discurriendo sobre la verdad y la mentira en la era digital, muestra cómo en el tiempo de las fake news, de la desinformación y de las teorías de la conspiración, se han esfumado las verdades fácticas. Es así como se ha borrado la línea divisoria entre la realidad, la verdad de hecho y las opiniones. Más aún, en ocasiones han desaparecido los mismos hechos; se ha desfactizado, dice, el debate, que se ha sustituido por emociones, memes, emoticonos y likes. Pero sin compartir ese suelo común que nos ofrecen los hechos, queriendo apoyar al pueblo ucraniano, podemos terminar detrás de una pancarta con un NO A LA OTAN.

Pues bien, la primera verdad fáctica en la guerra de Ucrania es el reconocimiento de que ha sido el gobierno ruso quien ha violado las fronteras de Ucrania y lo ha hecho en contravención de la Carta de Naciones, cuyo artículo 2.4 prohíbe tajantemente el recurso a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial de cualquier Estado. Un principio que ha sido desarrollado por la Resolución 2625 de 1970 y aceptado universalmente. Cuando se habla de la invasión de Ucrania, por lo tanto, hay que partir de la responsabilidad de Rusia en este gravísimo atentado al orden internacional.

Todos al final querrán reescribir la historia. Pero hay hechos en el desencadenamiento de esta guerra que pesan como rocas. Cuenta Hannah Arendt en Verdad y mentira en la política que, pocos años antes de morir, el presidente francés Clemenceau mantuvo una conversación con un miembro del Gobierno alemán de la República de Weimar. Debatieron sobre la culpa de los respectivos países en el estallido de la primera guerra mundial y elucubraban sobre lo que finalmente diría la historia. Clemenceau zanjó la disputa más o menos así: No sé lo que finalmente dirá la historia al respecto; pero de lo que estoy seguro es que no dirá que fue Bélgica quien invadió Alemania”.

Se discutirán en el futuro las circunstancias y las responsabilidades de unos y otros por no haber previsto y prevenido a tiempo esta catástrofe, pese a tantos recursos invertidos en think tanks, analistas, diplomáticos y gobiernos. Se tendrá que examinar si hemos perdido un tiempo precioso desde la caída del muro de Berlín para haber avanzado en la construcción de un mejor sistema de seguridad europeo. Nos encontraremos con diferentes interpretaciones y opiniones; pero de lo que estoy seguro es que los historiadores nunca dirán que fue Ucrania la que invadió Rusia.

La segunda verdad, en este caso no fáctica pero sí legal, es que Ucrania tiene todo el derecho a defenderse militarmente ante aquella agresión. En el derecho internacional la única excepción claramente prevista a la prohibición del recurso a la fuerza es la legítima defensa. Lo dice el artículo 51 de la Carta: “Ninguna disposición de esta Carta menoscabará el derecho inmanente de legítima defensa, individual o colectiva, en caso de ataque armado contra un miembro de Naciones Unidas, hasta tanto que el Consejo de Seguridad haya tomado las medidas necesarias para mantener la paz y la seguridad internacional”.

Y como Estado agredido, y más allá del debate sobre la calidad de su democracia, Ucrania tiene el derecho de pedir el apoyo de terceros países. Y estos, especialmente los países europeos, habrán de dárselo. Por supuesto que tendrán también que valorar hasta dónde podemos apoyar a Ucrania sin que nuestra implicación ponga en riesgo grave el desencadenamiento de una tercera guerra mundial. Porque en política se responde no sólo de la lealtad a los principios (en este caso, ayudar al agredido), sino también por las consecuencias de las decisiones tomadas (riesgos para la paz mundial). Encontrar ese punto de equilibrio es la prueba que acredita a los hombres de Estado.

Estas dos son las razones por las que pienso que en el caso de Ucrania el pacifismo en abstracto y sin matizaciones no es una opción. Pero hay algo más que nos debería mover a movilizarnos más activamente contra esta guerra que no se la quiere llamar guerra.

A no pocos nos causaron extrañeza, desde el primer momento, los términos que utilizó Rusia para referirse a la invasión de Ucrania. Como ocurriera en la distopía de Orwell en el que el lema era La guerra es la paz, aquí la guerra se ha transmutado en una operación militar especial. Muy posiblemente con esta manipulación del lenguaje pretendían minimizar en la opinión pública nacional e internacional las resonancias al salvajismo y bestialidad que acompaña siempre al término guerra. O tal vez, ahora que se empieza a discutir sobre posibles crímenes de guerra en Ucrania, pretendiera el Gobierno de Rusia eludir la eventual aplicación a esta masacre de las normas de derecho internacional sobre el ius in bello, que limitan a los contendientes lo que les está permitido en una guerra, incluso si esta fuera lícita. Pero, más allá de cuáles sean los motivos del gobierno ruso para llamar a esto una intervención militar especial, me ha parecido iluminador el análisis que de esta manipulación del lenguaje ha hecho el filósofo esloveno Slavoj Zizek en su último artículo, Heisser Frieden, en Der Spiegel del 23 de marzo.

La intervención militar especial, según Zizek, revela diáfanamente la idea que Rusia tiene de la comunidad de naciones, de Europa, del rol que le corresponde a Rusia en el mundo y hasta de su concepción de lo que es una guerra. Para algunos think-tanks influyentes en Rusia y para el propio Putin, no hay hoy en día un líder mundial único sino que el mundo está dividido en zonas geopolíticas de influencia lideradas por grandes potencias como China, Rusia y los Estados Unidos. Sólo ellos son, o pretender ser, iguales y por tanto los únicos entre los que cabe que se produzcan auténticas guerras. En el interior de cada zona geopolítica, es el Estado líder el que tiene la responsabilidad de garantizar la seguridad y la paz. Sus intervenciones no son auténticas guerras sino operaciones de liberación o de pacificación.

La idea de soberanía de naciones iguales, el principio de no injerencia, la prohibición de la fuerza entre Estados soberanos, ideas que han presidido la construcción del orden mundial después de la segunda guerra mundial, son un viejo trasto para Putin que no serviría  ya para asegurar la paz en el mundo. Lo que Rusia está haciendo en Ucrania no es, en su concepción, más que asegurar la paz en su propia zona geopolítica de influencia.  Y en su visión del mundo, el resto de los países que formamos Europa, esa estructura débil y decadente, no somos más que un eventual trofeo a repartir entre Rusia y los Estados Unidos de América.

¿Será esta guerra un prototipo del nuevo orden mundial que se está dibujando?

Alguien dirá, y no le falta razón, que la puerta a este tipo de intervenciones militares sin autorización del Consejo de Seguridad, se la entreabrió ya la OTAN el 23 de marzo de 1999 cuando recurrió a una especie de intervención de humanidad para justificar su actuación militar en Kósovo. Aquellos bombardeos, con la vieja URSS descompuesta, plantearon el conflicto entre la legalidad internacional que prohibía el uso de la fuerza entre Estados y los derechos de las minorías kosovares arrasadas por la limpieza étnica por Serbia. El Consejo de Seguridad quedó bloqueado: fue significativo que los dos miembros del Consejo que entonces no aprobaran la intervención fueran Rusia y China. También entonces la OTAN eludió el término guerra: aquello fue una operación aérea en la que durante diez semanas se bombardeó Serbia y sólo a posteriori se recondujo aquella situación con la Resolución 1244 de 10 de junio de 1999.

Las diferencias entre aquella operación aérea y esta intervención militar especial son enormes. Pero aquel fue un precedente; un mal precedente. Y lo que ahora está ocurriendo en Ucrania nos hace recelar que podemos estar en el arranque de una costumbre internacional que, una vez consolidada, permitiría otras intervenciones armadas unilaterales al margen de Naciones Unidas. Lo que ahora está haciendo Rusia en Ucrania nos hace temer que lo pueda hacer en Europa con cualquiera de los países que considere dentro de su zona geopolítica de influencia. Y nos hace sospechar que pronto lo puede hacer también China en Taiwán, alegando que es su zona de influencia. Si esto es así se habrá producido el desmantelamiento del orden internacional, sustituido por un nuevo orden feudal de superpotencias, únicas soberanas, que, lejos de cooperar en el mantenimiento de la legalidad internacional como exige su responsabilidad, viven fuera de la Carta de Naciones Unidas.

Ante la guerra ucraniana el pacifismo no es una opción. Aquí hay un claro agresor unilateral que, al margen de la legalidad internacional, está aniquilando a miles de personas inocentes y devastando un país independiente. Aquí hay una quiebra del orden internacional con repercusiones inimaginables no sólo para Europa sino para todos los habitantes de nuestro mundo. Es lo que no parecen todavía entender aquellos países (demasiados) y ciudadanos (millones) que, desconfiando de la doble moral de los europeos (¡qué imágenes tan obscenas ofrecimos en Europa con la recepción tan diferente de los refugiados sirios y la de los ucranianos¡), se han puesto de perfil ante una agresión como esta. Y no son pocos.

Pero para que estos países y ciudadanos entiendan que la causa de Ucrania es también su causa, habrá que convencerles que los países llamados occidentales están seriamente dispuestos, además de defender a Ucrania, a abandonar la doble moral que hemos exhibido, por ejemplo, en algunas de nuestras intervenciones militares, en nuestro trato diferenciado a los refugiados según su origen o en nuestras políticas contra la degradación del medio ambiente.

Pero también habrá que demostrarles con hechos el compromiso firme por reformar el sistema de Naciones Unidas y dotar al Consejo de Seguridad con unos mecanismos de decisión que no le hagan responsable por omisión. Porque lo que está ocurriendo muestra que hay un agujero negro en la Carta de Naciones. Sin su reforma no podrá hacerse realidad el objetivo proclamado por sus fundadores en 1945: “preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que dos veces durante nuestra vida ha infligido a la Humanidad sufrimientos indecibles”.

Aunque Rusia no la quiera llamar guerra, esta es una guerra. Y una guerra que rompe el orden legal internacional, destruye la vida de miles de personas, arrasa un país y nos advierte a todos, europeos y no europeos, de cuál puede ser el destino de todos nosotros si admitimos superpotencias a legibus solutus; esto es, desatadas de las leyes. Si esto finalmente ocurre, nos espera a la vuelta de la esquina el estado de naturaleza en el que, como advertía Hobbes, la vida será solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta.

Virgilio Zapatero. Ex Rector de la Universidad de Alcalá

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