Publicado en El Español, el 21 de diciembre de 2022 con el título ¿Es monstruoso no dejar a la asamblea hacer lo que quiera?

Consciente o inconscientemente, hemos dejado atrás en España la política ordinaria y hemos entrado en lo que Bruce Ackerman llama un momento constitucional; esto es, en un periodo en el que no sólo se discute sobre políticas sustantivas sino que también se ponen en cuestión las reglas escritas (y las no escritas) de nuestro modelo al cambiar, sin consenso, tanto la Ley orgánica del Poder Judicial como la Ley orgánica del Tribunal Constitucional. La importancia de lo que está en juego ayuda a explicar la enorme virulencia que acompaña a la tramitación de la reforma de aquellas dos leyes del llamado bloque de constitucionalidad.

La literatura constitucional norteamericana tiene una expresión – partisan entrenchment– para referirse a aquellas tácticas políticas en las que uno de los poderes, normalmente el Ejecutivo, trata de controlar el Legislativo o, lo que es más habitual, el Poder Judicial. El atrincheramiento partidista es una estrategia con la que una mayoría trata de extender y ampliar su representación más allá de la duración de su mandato. En síntesis; con el atrincheramiento (bloqueo del Consejo por el PP o esta proposición de la mayoría), los partidos pretenden reinar incluso después de morir.

Se piensa, por ejemplo, que disponiendo en el Consejo General del Poder Judicial de un buen número de jueces afines y con una adecuada política de nombramientos se puede influir decisivamente en la composición de los tribunales superiores y del propio Tribunal Supremo.

Se supone, asimismo con razón o sin ella, que reuniendo en el Tribunal Constitucional un buen número de magistrados ideológicamente próximos, un partido, aunque perdiera las elecciones, tiene posibilidades de lograr la supervivencia de determinadas políticas contestadas (la ley del Sólo sí es si, por ejemplo, o la supresión del delito de sedición o la reforma de la malversación) o, que si vuelve a formar mayoría, el partido en cuestión podrá acometer en el futuro reformas más osadas en nuestro entramado constitucional, sin necesidad de pasar por el fielato del Título X de la Constitución.

Esto, y no sólo el desbloqueo de los órganos constitucionales, es lo que también está en juego; que es mucho. Y si este tipo de atrincheramientos fueran los objetivos de la conflictiva proposición de ley, deberíamos reconocer, aun no compartiendo su contenido, que están en su derecho de plantearlo si lo persigan por los procedimientos constitucionalmente correctos y tienen la mayoría requerida. Porque en una democracia como la nuestra, no militante y por tanto abierta al cambio, son lícitos los fines si se respetan los medios.

Decía Montesquieu, al hablar del gobierno despótico, que “los salvajes de Luisiana cuando quieren fruta, cortan el árbol por el pie y la cogen”. Los gobiernos moderados, por el contrario,  articulan mecanismos para dominar las pasiones y los instintos de sus gobernantes. Saben llevar a cabo esa obra maestra de la legislación, decía, al “combinar las fuerzas, ordenarlas, remplazarlas, ponerlas en acción; darles, por así decirlo, un contrapeso, un lastre que las equilibre para ponerlas en estado de resistir unas a otras”. Es la forma civilizada de gobernar que evita que terminemos como los salvajes de Luisiana.

Respetando estos contrapesos, una mayoría parlamentaria en España puede llevar a cabo su programa legislativo; pero debe hacerlo sin pisotear los derechos de las minorías. Puede presentar una proposición de ley y hacerla aprobar; pero debe pasar por una toma en consideración de la misma en la que participen todos los diputados. Puede presentar enmiendas; incluso a su propia proposición de ley. Pero no puede por vía de enmiendas meter por la puerta trasera regulaciones que no tengan relación con el contenido de la proposición. Puede agilizar el trámite de una proposición de ley; pero tiene un cierto aire ventajista hacerlo de manera que asuntos transcendentales (que afectan al bloque constitucional) se resuelvan sin debate, sin transparencia, a uña de caballo. La mayoría tiene derecho a que sus propuestas salgan adelante. Pero no a costa de amordazar y silenciar las voces de la minoría.

Y esto es, si no me equivoco, lo que ha hecho el Tribunal Constitucional resolviendo sobre la forma (que no sobre el fondo) del recurso de amparo: recordar que la mayoría no puede hacer lo que quiera; que no es un princeps legibus solutus; que no es un soberano desencadenado.

Cuenta Jenofonte (Helénicas, I) cómo los generales atenienses, pese a haber vencido a los espartanos en la decisiva batalla de las Arginusas, fueron juzgados en la asamblea por no haber recogido a los náufragos. El juicio fue sumario y, contraviniendo la ley de Conon, se les negó el derecho a intervenir en su propia defensa. El único que protestó por tamaño dislate fue un tal Euriptólemo. Este pidió que la Asamblea se atuviera a la ley, a lo cual la multitud, enfurecida por los retrasos que ello suponía, gritaba que “era monstruoso por uno no dejar a la Asamblea hacer lo que quería”. Y ejecutaron a los generales. Fue la primera vez que yo conozca en la que lamentablemente la soberanía popular se sobrepuso a la soberanía de la ley; y aquel juicio quedó como un auténtico baldón de la democracia ateniense. Porque lo realmente monstruoso fue dejar que la Asamblea  hiciera lo que quisiera.

No hay democracia si la mayoría no respeta la ley. Ni hay realmente Parlamento si la mayoría acalla la voz de la oposición, si reduce la posibilidad de enmendar los proyectos o las proposiciones, si, en suma, utilizando sus votos hace lo que quiere y como quiere. Soberanía nacional e imperio de la ley van unidas tan íntimamente que no cabe la una sin la otra. Es lo que había enseñado Fernando de los Ríos  a los socialistas ya en el año 1917 (La crisis de la democracia): Soberanía nacional, implica como corolario, imperio de la ley. Es la idea que subyace en el fallo  del Tribunal Constitucional admitiendo el recurso de amparo de los diputados.

Cuestión mucho más delicada es la adopción de la medida cautelar que supone el aplazamiento (no el rechazo) provisional de la tramitación de la proposición. Las medidas cautelares y las cautelarísimas, como bien ha estudiado la catedrática de la Universidad de Alcalá Carmen Chinchilla, plantean auténticos dilemas en todos los procesos judiciales; posiblemente también en el Tribunal Constitucional. Sin tener toda la información del problema, pero apoyándose también en lo que se conoce como el fumus boni iuris de los recurrentes, los tribunales tienen que ponderar los bienes en litigio y resolver. El criterio de la reversibilidad de la medida cautelar tal vez ha podido ser una buena guía para el Tribunal Constitucional.

Suspender la decisión de la Mesa del Congreso, que fue quien admitió a trámite esas dos enmiendas, supone un daño ciertamente; pero reversible: basta con que el Gobierno presente un proyecto de ley (que sería lo más correcto) o algún Grupo Parlamentario, cuidando mejor la técnica legislativa por cierto, impulse dos nuevas proposiciones de ley y tramitarlas respetando ahora el derecho de los diputados.

Rechazar el amparo a los diputados, por el contrario, hubiera producido un daño irreversible a los diputados recurrentes y al propio proceso legislativo. La ley se aprobaría sin su participación. Y el fallo futuro sobre el fondo, aun cuando fuera favorable a los mismos, no podría reparar ya el daño causado; sería irreversible.

Pero el fallo del TC podría tener un gran valor en otro orden de cosas: puede sentar un precedente que, si ahora no es del gusto de la izquierda, quién sabe si a esta misma izquierda no le vendrá bien en el futuro cuando, más pronto o más tarde (porque así son las cosas humanas), deje de estar en el Gobierno. El horizonte temporal de las instituciones no siempre coincide con el fugaz horizonte vital de los líderes políticos: aquellas resisten mejor la usura del tiempo. En todo caso, los actuales líderes de los partidos de izquierda, o quienes en el futuro les sustituyan, agradecerán disponer de un precedente que les pueda proteger frente a posibles desafueros de una mayoría conservadora.

Contestar a este fallo del Tribunal Constitucional con la violencia de que han hecho gala algunos representantes sólo es explicable en este proceso de polarización en el que ya no se aceptan los matices y en el que se ha deteriorado hasta extremos inconcebibles el lenguaje en la vida pública. Cada uno, aseguraba Aristóteles, habla y obra tal como es y de esta manera vive. No sé si se dan cuenta de esto nuestros representantes: que el lenguaje refleja el ser de cada uno.  Y que les vemos y les juzgamos por su lenguaje. Más aún; que es de temer que esta forma un tanto encanallada de vivir la vida pública puede destilar su veneno en los propios ciudadanos y hacer que terminemos viviendo todos nosotros como hablan nuestros representantes. Y este es un riesgo que no deberíamos permitirnos.

Virgilio Zapatero

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