Publicado en El Español el 11 de agosto de 2022

            A través de una nota de prensa el Tribunal Supremo ha hecho público el fallo, que no la sentencia, sobre los ERE. Pero, aunque es lógico el impacto de esta noticia, antes de celebrar o criticar la decisión parece obligado disponer y conocer el tenor literal de la sentencia. En espera de conocer la argumentación de dicho fallo, sí que se pueden, no obstante, hacer ya algunas consideraciones sobre el desarrollo de este proceso tanto en la opinión pública como en el Tribunal Supremo;  un desarrollo que puede incidir en el desenlace final si el caso llega, como creo que ocurrirá, a las manos del Tribunal Constitucional o al Tribunal Europeo de los Derechos Humanos.

            La primera reflexión que suscita este proceso es, como ha ocurrido con otros casos de gran repercusión en la opinión pública, el de su excesiva duración (once años desde las primeras actuaciones de la jueza instructora) con el efecto corrosivo que esta larga exposición pública ha supuesto en los derechos fundamentales de las personas involucradas. En este tipo de procesos, tan pronto como el instructor actúa, el investigado o imputado, su familia, su casa, su trabajo y hasta sus conocidos son desnudados ante todo el mundo, evidenciando, decía Carnelutti ya en 1957, la irresuelta tensión entre la presunción de inocencia y la libertad de prensa. Y cuanto más se dilatan en el tiempo estos procesos, mayor será su incidencia sobre la intimidad, el honor, la imagen y hasta la presunción extraprocesal de inocencia.

            Durante estos once años dos procesos paralelos – el mediático y el institucional- se han ocupado del caso de los ERE, mezclándose y en ocasiones confundiéndose. El proceso en los medios o justicia mediática (G. Giostra, Il processo mediatico)  opera con sus propias reglas y procedimientos que cambian según los casos. Vive de de los ratings de audiencia y lectores; se alimenta y refuerza con lo nuevo, lo sorprendente, lo raro, lo escabroso o lo escandaloso. A diferencia de la justicia institucional con sus garantías y procedimientos predeterminados, en los procesos mediáticos periódicos y televisiones seleccionan los temas que merecen atención y los personajes implicados, escogen de los hechos sólo aquellos que sirven para verificar su hipótesis de partida, deciden los “testigos” a los que se da la palabra…

            Sin esperar a que la justicia penal ultime siquiera la instrucción, la justicia mediática pronuncia su veredicto: culpables en espera de juicio. Y cuando en los hechos aparecen implicados personajes con relevancia pública, la “pena” social (shame sanction), en forma de marginación social, degradación u ostracismo profesional,  puede ser más aflictiva que la pena propiamente dicha. Una sanción, por otra parte, que, dados los modernos medios telemáticos, carece de límites en el tiempo porque seguirá viva por años en las redes.

            Pues bien, en este caso nos encontramos con que, antes de que conociéramos el fallo de los ERE, las personas procesadas llevaban ya once años en la realidad soportando una sanción social que para algunos puede ser más insoportable que la propia pena. Una sociedad bien ordenada es inviable sin libertad de prensa; en el ámbito penal lo sabemos ya desde Beccaría o Bentham quien proclamaba la publicidad en los procesos como el alma de la justicia o más próximamente nuestra Constitución. Pero para merecer tal nombre tiene que cuidar igualmente la presunción extraprocesal de inocencia, la cual se viola cuando a través del naming and shaming se crean en la opinión pública culpables en espera de juicio.

            No sé si este pre-juicio, y también perjuicio, merecerá algún obiter dicta, del tipo de los que en ocasiones señaladas emplean nuestros magistrados. La legislación y la jurisprudencia de algunos países (Alemania o Suiza, por ejemplo) han comenzado a plantear la necesidad de medidas reparadoras o compensadoras del surplus de aflictividad que suponen los procesos paralelos. Voces autorizadas (Vittorio Manes, Giustizia mediatica, por todos) mantienen que hay que garantizar ya algún remedio que descuente el surplus de sufrimiento procesal que produce en los procesados, sean después tanto condenados como absueltos, la difusión mediática de noticias intempestivas que lesionen derechos fundamentales y que convierten en desproporcionada esta doble sanción. He ahí una tarea en parte pendiente para los legisladores en nuestro caso, pero también un desafío para la jurisprudencia.

            Si, cuando se haga pública, no encontramos nada de esto en la sentencia, espero que el Tribunal Constitucional o, llegado el caso, el Tribunal Europeo de Derecho Humanos aprovechen procesos como este para plantear la desproporción  del castigo que produce la suma de estas dos penas (la social y la judicial) y que es un novísimo bis in ídem de nuestras sociedades.

            Una segunda reflexión merece la forma de comunicar el fallo por parte del Tribunal Supremo. Si hasta el anuncio del fallo teníamos unos culpables en espera de juicio, en una muestra más de creatividad judicial el Supremo ha inventado un nuevo estatus procesal: el condenado en espera de sentencia. Se han anunciado con una nota de prensa (¿será este ya el primer paso para un precedente?) las duras condenas que contiene el fallo; pero al mismo tiempo se dice a los directamente interesados y al resto de los ciudadanos que las razones, la explicación y fundamentación de tan dura decisión ya se comunicarán en septiembre.

            El derecho penal, decía von Liszt, es la Carta Magna del reo. ¿Se respetan así los derechos de los condenados? Con esta actuación ¿se está pensando en el reo? ¿Han pensado los magistrados realmente en la crueldad que supone condenar a una persona y no decirle al mismo tiempo las razones y motivaciones? ¿Por qué era necesario anunciar el fallo, solo el fallo, después de un proceso de once años? El anuncio da pié a especulaciones de todo tipo. Y por último y no menos importante, ¿es acorde con la Constitución esta forma de comunicar el fallo sin motivación? La Constitución ordena que las sentencias serán siempre motivadas y se pronunciarán en audiencia pública. Yo creo que los magistrados deberían dar una explicación al respecto no sólo a los condenados sino también a todos los ciudadanos.

            Una última reflexión merece el anuncio de los votos particulares. Éste nos descubre que no ha habido unanimidad entre los magistrados en cuanto al fallo o en cuanto a la fundamentación o en ambos aspectos. La confianza en la justicia, que se administra en nombre del pueblo, es un bien irrenunciable en cualquier sociedad democráticamente organizada. Esa confianza de los ciudadanos no la da el fallo sino su motivación, que cobra siempre una especial relevancia a estos efectos cuando existen votos particulares. El fallo es el que es. Pero, si bien su legalidad depende en este caso del número de votos (tres frente a dos), la justicia no sabe de mayorías y minorías sino del peso de los argumentos con los que los magistrados fundamenten el fallo y los eventuales votos particulares.

            Ojalá que este tiempo de sorprendente espera hasta conocer la sentencia lo aprovechen los cinco magistrados para proporcionarnos los mejores argumentos sobre el fondo y para despejar la perplejidad generada por la forma de dar a conocer el fallo. Lo exige ese bien irrenunciable que es la confianza en nuestra Justicia.

        Virgilio Zapatero, ex ministro de Relaciones con las Cortes

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