Publicado en El Español, el 9 de enero de 2023

En estos momentos de bloqueos institucionales hay que saludar esperanzados la renovación por fin del Tribunal Constitucional. No ha sido ciertamente muy aleccionador el retraso ni los manoseos de que ha sido objeto en estos últimos tiempos; pero ahí está ya renovado el Tribunal. Y porque es mucho lo que está en juego no se le debería negar un inicial voto de confianza.  

En tiempos de política ordinaria los órganos constitucionales no suelen ser noticia. Calladamente, sin la presión de la opinión pública, cumplen su cometido y nos solemos olvidar de su propia existencia. Es así como durante décadas el Tribunal Constitucional ha cumplido,  no sin algún sobresalto, con su misión más profunda, que es la de garantizar la estabilidad del sistema y facilitar el cambio; esto es, mantener su estructura básica y permitir que aflore no lo que hace cuarenta años sino lo que hoy entendemos como constitucional. Si un sistema  difícilmente reformable como el nuestro no ha implosionado ya, ha sido en buena parte por el trabajo de los sucesivos Tribunales que han asegurado hasta hoy las vigas maestras y han ido adaptando la letra de la ley al espíritu de los tiempos.

Pero hoy el escenario ha cambiado. La política se ha radicalizado con la formación de dos bloques graníticos que no se conforman con pequeñas victorias y pequeñas derrotas. Ahora es el tiempo del todo o nada. En este nuevo contexto polarizado, y en ocasiones encanallado, el trabajo de estudio y reflexión de los doce magistrados ya no es posible que continúe fuera de los focos. Están en el centro del escenario como actores: se les mira, se les analiza, se comenta el envés y el revés de sus decisiones y se les aplaude entusiasta o se les cuestiona implacablemente.

Pero los magistrados del Tribunal Constitucional no son unos actores más en el escenario político; son quienes dicen la última palabra sobre lo que es y lo que no es constitucional. Y quien dice la última palabra tiene un poder inmenso; y decisivo en este tiempo en el que algunos protagonistas cuestionan el orden constitucional. Los doce magistrados son, o deben ser, un tercero imparcial, el árbitro que necesitamos para que el enfrentamiento de bloques no nos lleve al desastre. Solo este Tribunal puede funcionar como el ancla que nos asegure si llegan, como algunos amenazan, mayores tormentas.

Desgraciadamente la crisis institucional ha alcanzado también a la credibilidad del Tribunal. No proviene de la carencia de créditos profesionales de sus magistrados. Todos ellos los tienen sobrados para cumplir con el cometido que les corresponde. Son juristas que aplicarán la lex artis de su profesión y saben que no pueden desconocerla pues les espera el juicio de sus pares, además del de la opinión pública.

La pérdida de credibilidad proviene de múltiples causas entre las que hay que citar del retraso en decidir numerosos recursos: es escandaloso el caso de los doce años que lleva pendiente el recurso contra la ley de aborto del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero y que convierte hoy en extemporánea su decisión, sea esta la que sea.

Esa pérdida de credibilidad trae también causa de haberse autolesionado el Tribunal con la liquidación de hecho de los recursos de amparo (más del 95% inadmitidos a trámite) para centrarse en resolver únicamente los recursos altamente politizados que plantean los partidos políticos y los distintos gobiernos. Suprimir de hecho, aunque no de derecho, el recurso de amparo ha sido un grave error porque ha desconectado el Tribunal de los ciudadanos comunes al tiempo que potenciado la imagen exclusivamente “política” del Tribunal.

Pero, sobre todo, el problema de credibilidad del Tribunal tiene mucho que ver con la percepción de su imagen de dependencia. Lo mismo que la política se ha dividido en dos bloques graníticos los magistrados aparecen alineados y atrincheramos en dos bloques; el de la mayoría (sea conservadora o progresista) o de la minoría. Nada hay más demoledor para su credibilidad que el alineamiento en función del etiquetado partidista. No es sólo una cuestión de imagen. Es que en asuntos especialmente sensibles todos hemos visto que desaparecen las votaciones transversales y que predominan los votos en función del partido que los llevó al Tribunal. Es así como se ha ido erosionando la imagen del Defensor de la Constitución.

Dado el procedimiento que se sigue para la nominación de los magistrados conocemos de los mismos lo menos importante: cuestiones sobre su carácter, su vida personal y familiar o sus relaciones privadas. Pero deberíamos saber algo más sobre sus convicciones más profundas como guardianes de la Constitución. Si en nuestro sistema tuviéramos bien asentada la práctica de las audiencias de los candidatos, a modo de los hearings del Senado norteamericano, más que las cuestiones personales de los magistrados nos hubiera interesado conocer antes de su nombramiento el significado que para ellos tienen las dos primeras palabras del Preámbulo de  la Constitución, “La Nación española…”, en cuyo nombre van a decir la última palabra sobre lo que es y lo que no es constitucional.

Descubrir los anhelos, las ilusiones, las esperanzas de esta Nación, y no los de una mayoría coyuntural, es su más importante y difícil cometido en estos momentos. Para esa tarea hay que ser independientes y demostrarlo. Y para ello deben tener bien arraigado en su conciencia que nada deben a quienes les han propuesto y nombrado; porque a quienes han jurado cumplir y hacer cumplir la Constitución ante SM el Rey han sido a los españoles, quienes ahora confían en su juramento, en su profesionalidad y en su compromiso con la España constitucional.

Demostrarán su independencia sobre todo en sus sentencias que, si reflejan el espíritu de nuestro tiempo, tendrán que ser más trasversales que lo vienen siendo porque la sociedad española es mucho más trasversal, rica y plural que su representación política. Pero la imagen de independencia del Tribunal se comenzará a perfilar desde el primer día. Al comenzar  una obra, decía un poeta de la Grecia clásica, debemos poner un bello rostro que brille a lo lejos. Esa imagen ejemplar la pueden encontrar en la primera decisión de los magistrados del primer Tribunal Constitucional. Merece la pena recordarlo.

En las negociaciones entre UCD y el PSOE para constituir el primer Tribunal ambos partidos acordaron que su Presidente sería Aurelio Menéndez a propuesta de UCD y que a propuesta del PSOE el Vicepresidente sería Manuel Díez de Velasco. Así se lo hicieron saber al resto de los recién nombrados magistrados. Pero estos, animados por Francisco Rubio Llorente entre otros, dejaron claro que los pactos previos entre los partidos no les vinculaban y, contra aquel acuerdo y contra todos los pronósticos, eligieron el 3 de julio de 1980 a Manuel García Pelayo y a Jerónimo Arozamena, como Presidente y Vicepresidente respectivamente.

Aquellos magistrados tenían auctoritas, sabían lo que se jugaban en aquella primera decisión y dejaron claro que no estaban dispuestos a convertirse en correa de transmisión de los partidos. Aquella primera decisión fue transcendental para su credibilidad e independencia.

Del nuevo Tribunal se espera que abra un nuevo tiempo y que recupere su credibilidad erosionada. Si lo consiguen,  los ciudadanos estaremos más tranquilos y confiados de que, por convulsionada que pueda estar la vida pública, en España hay un árbitro independiente y creíble que con autoridad dirá siempre la última palabra.

Virgilio Zapatero

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