A pocas semanas de expirar su mandato, el Presidente Trump ha decidido nombrar un nuevo miembro del Tribunal Supremo en sustitución de la Jueza Ruth Bader. Muchos nos escandalizamos ante maniobras como esta. Pero no es, en el fondo, muy diferente de lo que nos está ocurriendo en España con el bloqueo de órganos constitucionales. En la política de ambos países estamos asistiendo a lo que los constitucionalistas norteamericanos denominan constitutional hardball y que podríamos traducir por juego duro.

Existe juego constitucional duro, dice Mark Tushnet, cuando las prácticas del Legislativo o del Ejecutivo, aun cuando se mueven dentro de las reglas escritas, están en tensión con las premisas y convenciones que sostienen el orden constitucional. Algunos ejemplos.

Juego duro fue, por ejemplo, la amenaza en 1937 del Presidente Roosevelt de incrementar el número de miembros del Tribunal Supremo y cambiar las mayorías en su seno como forma de doblegar a un Tribunal renuente ante su política de New Deal. Su pretensión se movía dentro de sus poderes legales; pero violaba las convenciones con las que tradicionalmente se venían aplicando las prerrogativas de la Presidencia. Juego duro fue provocar el cierre de la Administración ante la negativa parlamentaria de aprobar los Presupuestos, el intento de impeachment del presidente Clinton o el filibusterismo de unos y otros para impedir el nombramiento presidencial de determinados jueces. El presidente Trump, en la renovación del Tribunal Supremo, ofrece el último ejemplo de juego duro.

Pero nuestra democracia no es ajena a esta deriva. Desde hace algunos años, tras la quiebra del bipartidismo y la creciente polarización, conocemos en España lo que supone el juego duro. No se trata, por supuesto, del tono desabrido, maleducado e incluso ofensivo, tan habitual últimamente en los debates de nuestras Cámaras y que tanto rechazo provocan en los ciudadanos. Ni podemos ser tan cándidos de considerar juego duro la estrategia de la oposición de utilizar todos los recursos parlamentarios para retrasar la aprobación de una ley que atente al núcleo duro de su programa o sobre la que no hay un claro consenso social como suelen  ser en todos los países las leyes de despenalización del aborto o la de eutanasia, por ejemplo.

La novedad en estos últimos años en la política española estriba no ya en arrastrar los pies en alguna negociación, como ha sido frecuente hasta ahora, sino en anunciar que se renuncia a la misma si no se cambian las reglas del juego. El resultado es que el Defensor del Pueblo lleva pendiente de renovación más de tres años, el Consejo General del Poder Judicial dos años y el Tribunal Constitucional desde hace casi un año espera una renovación parcial. Y esto, como en el caso de Trump, es también juego constitucional duro; incluso peligroso.

No hay ciertamente ninguna ley escrita que establezca la obligación legal de sentarse a negociar o que prohíba a un partido vender caros sus apoyos. Pero sí hay ciertas convenciones y premisas, previas al juego político, que, si no se respetan, hacen inviable la propia democracia. Tales son, por una parte, el mutuo reconocimiento entre los partidos y, por otra parte, la auto-contención exigible tanto al Gobierno como a la oposición en el uso de sus poderes. Estas premisas son normas que no figuran en un código legal o en reglamentos; ni pueden figurar porque son las leyes no escritas que hacen posible la política en democracia. Sin ellas, la política se reduce a pura fuerza.

Las reglas no escritas del reconocimiento mutuo y de la auto contención se las ha ido debilitando desde hace tiempo.

Pues bien, estas reglas no escritas del reconocimiento mutuo y de la auto contención se las ha ido debilitando desde hace tiempo. Sirvan como ejemplo las tácticas para dejar al país sin ley de presupuestos, el abandono de la Cámara o la falta de cooperación leal en la lucha contra la pandemia. Y ahora aquellas reglas debilitadas han saltado por los aires con la negativa a negociar la renovación, entre otros órganos, del Consejo General del Poder Judicial si no se cambia previamente el procedimiento de su elección. Forzoso es recordar, dicho sea de paso, que se trata de un modelo que los dos principales partidos, PP y PSOE, han gestionado alternativamente en los últimos treinta y cinco años.

Una de las características del juego constitucional duro es que cuando se inicia suele generar la correspondiente respuesta. Frente a la exigencia del PP de volver ahora al modelo del 79 – elección por los jueces y magistrados de doce consejeros- el PSOE ha advertido públicamente que, para desbloquear el proceso, estudia reducir el quorum de elección de los tres quintos de ahora al de mayoría absoluta. Al juego duro se responde con juego duro porque, según piensan los dos actores, es mucho lo que está en juego y una derrota en este punto puede ser para ellos un revés muy serio y de largo alcance. Es así como el juego duro puede terminar con un grave destrozo institucional.

El modelo vigente es perfectamente constitucional, como reconoció en 1986 el propio Tribunal Constitucional, aunque no siempre los partidos políticos lo han gestionado correctamente. La fórmula exige para su buen funcionamiento que los propios parlamentarios se tomen en serio la tarea de buscar a los mejores; un cometido que exige dedicarle tiempo e inteligencia en lugar de limitarse a comprobar el carnet de la Asociación a la que pertenece el juez o su perfil político. No se trata de que el Consejo reproduzca la estructura de las Cámaras sino de que refleje el pluralismo del pueblo español del que emana la Justicia. El propio Tribunal Constitucional en 1986, a la vez que amparaba la constitucionalidad de la elección parlamentaria, advertía del error que podría cometerse si el parlamento atendiera solamente a “la división de fuerzas existentes en su seno y distribuyera los puestos a cubrir entre los distintos partidos, en proporción a la fuerza parlamentaria de estos”.  

Este riesgo se ha convertido en realidad y fomenta la crítica fundada a la forma como se ha aplicado. Pero el fallo no está en el modelo, sino que lo que hay que cambiar es la gestión del mismo.

El modelo actual de elección del Consejo se ha convertido en la formula más equilibrada entre las dos que se nos presentan: volver al gobierno corporativo de los jueces o dotarnos de un Consejo General elegido con menor legitimidad.

El actual modelo de elección del Consejo, por ironía de la historia, se ha convertido así en la fórmula más equilibrada entre las dos opciones que se nos presentan y que son o volver al gobierno corporativo de los jueces o dotarnos de un Consejo General elegido por una mayoría absoluta (decisión ésta, dicho sea de paso, que ya en 1985 rechazamos por su menor legitimidad y las dudas sobre su constitucionalidad). Si las opciones reales son estas dos fórmulas extremas, que terminarían en el Tribunal Constitucional, el modelo del Consejo vigente en estos treinta y cinco años, con las modificaciones que se estimen adecuadas, pasa con holgura la comparación entre ambos extremos. A no ser que lo que se quiera, precisamente, sea provocar un mayor destrozo institucional del que ya padecemos.

No es fácil saber si el juego constitucional duro que estamos sufriendo – con el eventual triunfo póstumo de Carl Schmitt y su dialéctica de amigo/enemigo y la falta de contención por parte de los partidos políticos- no es más que un incidente grave pero pasajero, o más bien nos está avisando que hemos iniciado ya un deterioro peligroso e irreversible de nuestro régimen constitucional. Este tipo de tácticas – como han demostrado los estudiosos- suelen aparecer no en los momentos de política ordinaria sino en los momentos extraordinarios de crisis. No sé si podemos estar seguros de cuál puede ser el final del juego.

En todo caso conviene recordar la conclusión a la que llega Steven Levitsky en Cómo mueren las democracias: las democracias ya no suelen terminar con un big bang de generales y espadones asaltando parlamentos como nos ocurrió hace treinta y nueve años, sino con leves quejidos que anuncian un lento y progresivo debilitamiento de las instituciones básicas del Estado democrático.  

Virgilio Zapatero, catedrático emérito de Alcalá y ex Ministro de Relaciones con las Cortes.

Publicado en El Español, el 7 de octubre de 2020

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