Rector Magnífico de la Universidad de Alcalá, Rectores de las Universidades de Madrid, Presidenta de la Comunidad de Madrid, Colegas del Claustro académico, amigas y amigos.
He tenido la suerte de hablar muchas veces en este Paraninfo; pero nunca lo he hecho desde esta cátedra. Y a pesar de que los profesores estamos habituados a hablar en público, el respeto que me infunde esta tribuna, el lugar, la ocasión y los asistentes me han hecho dudar del posible contenido de esta lección inaugural.
Finalmente han sido algunos acontecimientos vividos este verano en el mundo los que me han ayudado a escoger el tema. Me refiero al ascenso en Europa del racismo y de la xenofobia, fenómenos que, unidos íntimamente con la impresionante crisis económica, constituyen una situación explosiva como hemos visto este verano en Noruega y podemos ver repetido en otros países europeos.
A las autoridades – Parlamento y Gobiernos- les corresponde legítimamente decidir aquellas políticas públicas que hagan frente al racismo rampante y aseguren la convivencia en unas sociedades tan convulsas como las nuestras. Por su parte, la Universidad, conciencia crítica de la sociedad, y una de las tres instituciones junto con los científicos y los médicos en quien más confían nuestros ciudadanos tiene, por una parte, que iluminar con sus conocimientos y su ciencia a la sociedad y además tiene que cumplir con su misión de formar a sus alumnos en valores como la tolerancia y el respeto. Como decía hace unos días Aurelio Arteta, “de poco sirve que unos profesores exquisitos tengamos a John Rawls como libro de cabecera, mientras no transmitamos a la opinión pública su enseñanza. Para Rawls, si en una sociedad se cultivaran ciertas doctrinas incompatibles con el ideal democrático, tarea de la razón práctica sería impedir que obtengan la suficiente difusión como para comprometer la justicia política básica”.
Este será, pues, el tema de esta lección inaugural y esta será el leitmotiv de mis clases para los alumnos de quinto del curso 2011/12.
1.- Nosotros y ellos
Durante siglos, la filosofía moral y política viene reflexionando sobre el mejor modelo de articular las relaciones entre iguales; y no es poco lo que en este empeño se ha avanzado con la construcción del Estado social y democrático de Derecho. Pero, en tanto no alcancemos la ciudadanía cosmopolita y se amplíe el concepto del nosotros y en tanto que el disfrute de determinados derechos esté supeditado a la pertenencia a una nación, es urgente buscar el tipo de relación que hemos de mantener no ya con el igual o el semejante sino, precisamente, con el diferente. Entre otras razones porque nuestras sociedades son cada vez más diversas y ya prácticamente no existen Estados homogéneos.
Las grandes migraciones del siglo XX y principios del XXI han quebrado la homogeneidad cultural y étnica de los Estados. Es cierto que grandes migraciones las ha habido siempre: desde las primeras de las que nos habla la Biblia con el destierro a Egipto del pueblo de Israel hasta las grandes migraciones de la Edad Media, o los movimientos de población generados por el descubrimiento y colonización de América o, más tarde, por las hambrunas en algunos países europeos, o por los desplazamientos forzados de millones de seres humanos en la II Guerra Mundial. Y ya en nuestro siglo, a las nuevas guerras, hambrunas y persecuciones, añadamos el fenómeno de la globalización del sistema económico que no sólo ha incrementado los flujos migratorios sino que ha terminado por cambiar la dirección de las migraciones que ahora son ya globales: hoy todo el mundo va a todas partes.
Pues bien, es la nueva visibilidad de ciertos grupos sociales, es la mundialización de los flujos migratorios, la diversificación de los orígenes así como la vocación de permanencia de los inmigrantes en sus nuevos países de acogida lo que ha cambiado la situación y exige nuevas respuestas. Los otros ya están aquí. Hasta ahora los otros designaba “la vaga y vasta república de seres sin rostro y sin nombre propio… la masa inmensa de aquellas personas a quienes jamás hemos visto y jamás veremos”. Pero aquellos seres virtuales están ya aquí con sus rostros, sus nombres propios, sus costumbres y sus prácticas religiosas. Residen en nuestro país, en nuestra ciudad, en nuestro barrio. Son nuestros vecinos que viven incluso en la puerta de al lado.
Ya no son los otros; ahora tienen ya un pronombre personal: son ellos; la tercera persona del plural. Nos sorprenden sus vestidos, el olor de sus alimentos, sus prácticas religiosas, su color o sus costumbres. Y surge una nueva pregunta que reclama urgentes respuestas: ¿cuál debe ser nuestra actitud ante quienes ni visten como nosotros, ni tienen el mismo color, ni tienen las mismas costumbres ni sus prácticas religiosas se parecen a las nuestras?
Nuestros sentimientos están reflejados en nuestra mirada. Podemos verlos con la mirada hosca del rechazo, con la mirada distante de la tolerancia, con la mirada curiosa del respeto o con la mirada amable de la amistad.
Empecemos por la mirada del rechazo.
2.- La mirada hosca del rechazo
Podríamos comenzar rectificando a Carlos Marx y diciendo que el nuevo fantasma que recorre el mundo no es ya el comunismo: ahora es la xenofobia y el racismo o, como prefieren llamarlo en los EE.UU, el nativismo, movimiento que ha dado lugar a la famosa Proposición 187 de California. Todos ellos implican el rechazo de los otros. En un caso el rechazo está basado en ciertas creencias sobre la inferioridad innata de los no blancos y la hostilidad hacia la gente de color. En otros casos, como el de la xenofobia, el rechazo que inicialmente se centraba en los extranjeros en general, ahora se basa en el miedo hacia los individuos que tienen una apariencia diferente o actúan de una manera distinta a la del común de los ciudadanos. Al racismo, a la xenofobia y al nativismo se añade hoy en día el xenoracismo que es aquel tipo racismo que no va dirigido hacia las personas que tienen pieles más oscuras y que vienen de las antiguas colonias sino, sobre todo, “a las nuevas categorías de los desplazados, los desposeídos y desarraigados que están llamando a las puertas de Europa occidental”.
Racismo o xenofobia lo ha habido siempre. El problema surge cuando se pasa del racismo individual al racismo social y del social al institucional, cosa que se produce cuando una crisis económica como la presente desata la lucha por los recursos cada vez más escasos. En un trabajo que acaba de publicarse en estos meses, Ubaldo Martínez Veiga estudia el tipo de argumentos que históricamente se ha utilizado en los EE.UU para justificar unas veces el rechazo de los negros, otras veces el de los católicos (incluidos los blancos), otras veces el de los asiáticos y últimamente el de los sudamericanos. Son muy pocas ideas, muy simples pero con una enorme carga emotiva: la invasión (nos están invadiendo, o aquí ya no cabe ninguno más), el suicidio de la raza provocado por la mayor fertilidad de los extranjeros y la decadencia de la natalidad nacional. En tiempo de crisis aguda como la presente el racismo deja de medir cráneos y prefiere la estadística y el análisis de costes: los extranjeros consumen más servicios públicos que los “nacionales” es otro de los argumentos, un poco más sofisticado ciertamente, utilizado en los EE.UU para justificar el rechazo. Son argumentos recurrentes a lo largo de la historia pues, como ha dicho Higham refiriéndose a los EE.UU, “no hay ningún aspecto de la xenofobia que durante su desarrollo del siglo XVIII al XIX sea más llamativo que la monotonía de su ideología. Año tras año, década tras década, las mismas quejas y preocupaciones han sido repetidas hasta la saciedad” unas veces para rechazar a los negros, otras veces a los blancos (si eran católicos), más tarde a los asiáticos y finalmente, por ahora, a los latinoamericanos.
Son el mismo tipo de argumentos que podemos encontrar en un buen número de países europeos y que han terminado por hacer nido en algunas de las fuerzas políticas con presencia en sus respectivos parlamentos como son los casos de los Auténticos Finlandeses, el Partido del Progreso (Noruega), Demócratas de Suecia, Partido Popular Danés, Partido por la Libertad (Holanda), Partido de la Libertad (Austria), el Vlaams Belang (Bélgica), el Partido Nacional Eslovaco, Gabor Vona (Hungría), Coalición Ataka (Bulgaria) o Frente Nacional (Francia). Todos ellos, infectados en mayor o menor intensidad con el virus de la xenofobia y el racismo, representan hoy en día esa mirada hosca, airada y en ocasiones violenta hacia los nuevos vecinos.
Y aunque nos cueste admitirlo, si examinamos con cuidado el tipo de discurso que comienza a extenderse al respecto en España no nos queda más remedio que sacudir nuestra buena conciencia y admitir que tenemos un problema. Vean si no qué poco tranquilizadores son los datos que proporciona la Encuesta del CIS de 2008 así como el análisis de los mismos realizado por el Observatorio Español del Racismo y la Xenofobia: a) el 77% de los encuestados considera que hay un número elevado o excesivo de extranjeros en nuestro país; b) el 42% de los encuestados piensa que los españoles deberían tener preferencia en el acceso a los servicios de salud c) el 55% considera que los españoles deberían tener ventaja a la hora de elegir escuela; d) un buen número de españoles entiende que los inmigrantes consumen más recursos de los servicios de salud, de educación y de vivienda y e) el 68% de los españoles considera muy o bastante aceptable que los inmigrantes legalmente instalados en el país que cometan cualquier delito deben ser expulsados. Son los mismos argumentos, como pueden ver, que se han utilizado en los EE.UU y más tarde en el resto de los países europeos y que han convertido el racismo en España de un hecho individual en un fenómeno social y que espera dar el salto a las instituciones.
Felizmente hasta hoy en España no tenemos en el Parlamento ningún partido político que haya recogido el discurso de la xenofobia. España y Alemania son los dos únicos países europeos que tienen un elevado porcentaje de extranjeros en el país –un 12% en el primer caso y un 8,% en Alemania- sin que los partidos de extrema derecha tengan representación en las Cámaras. Merece la pena estudiar por qué en Noruega, por ejemplo, que sólo tiene un 6.8% de inmigrantes, los partidos xenófobos tienen un 22.9% de los escaños; o Finlandia donde con sólo un 2.9% de inmigrantes los partidos xenófobos ocupan el 19.1% de los escaños. Pero aunque la composición del Parlamento de España- como el de Alemania- es, hasta ahora, tranquilizadora a estos efectos, sí que despuntan algunos líderes locales o regionales que aspiran a canalizar en las instituciones el xenoracismo. Lo decía cierto líder al presentar en Madrid su panfleto Sin mordaza y sin velo: “Nos va a tocar a los valientes expulsar a los musulmanes de nuestro país”. Los 300 asistentes aplaudieron entusiasmados. Y cuando alguien entre el público gritó “Y también a los sudacas¡” rugieron de gusto.
Tal es la mirada hosca, airada, violenta hacia los otros que está creciendo en Europa como el nuevo fantasma del siglo XXI. Y la Universidad – conciencia crítica de la sociedad- no sólo debería desenmascarar con su ciencia lo que haya de exageraciones, patrañas, falsedades y manipulaciones en que se basa el moderno racismo, sino que debe contribuir a fortalecer los valores que hacen humana nuestra sociedad y entre los que hoy en día destacan los de la tolerancia, el respeto y la amistad. Tres peldaños de una escalera por la que deberíamos ayudar a ascender a nuestra juventud. Y no sólo a nuestra juventud.
3.- La mirada distante de la tolerancia
Comencemos, pues, por el peldaño de la tolerancia.
Pocos términos hay tan elásticos como este de la tolerancia. La tolerancia, entendida como una actitud o un estado mental, es un término de una textura tan abierta que puede ser susceptible de toda una escala de significados diferentes. En ocasiones se la reduce a mera indiferencia, a desinterés por el destino de los demás. Otras veces se hace de la tolerancia una virtud estoica ante los derechos del diferente. A veces asimismo se le hace sinónimo de apertura hacia los demás. Incluso en ocasiones se identifica la tolerancia con la exaltación y admiración de la diferencia. Pero el significado más preciso de tolerancia se refiere a la aceptación de las diferencias con vistas a lograr la paz social.
En efecto, antes de que se hablara de los derechos individuales o colectivos como instrumento con los que resolver el problema que suscitan las diferencias, se recurrió a la tolerancia. Me refiero a aquellos momentos del siglo XVI en los que se rompió la unidad religiosa de Europa y esta se desangró en terribles guerras de religión.
La primera solución a la guerra que entrevieron los espíritus más abiertos fue la de poner entre paréntesis las creencias religiosas de todos y gobernar la sociedad al margen de la religión. O, como dijera Hugo Grocio hastiado de tanta sangre derramada en luchas sectarias, había que gobernar “como si Dios no existiese, lo cual no puede decirse sin grave blasfemia”. Grocio, ejemplo de tolerancia – fíjense bien- no pretendía que sus coetáneos aceptaran las ideas de los otros, de los adversarios. Más aún – y esto es lo relevante, como veremos- consideraba blasfemas algunas de las ideas para las que reclamaba tolerancia. Lo que Grocio, y toda la Escuela Clásica del Derecho Natural, quería ante todo era la paz y esta exigía firmar un armisticio; poner entre paréntesis las diferencias, incluso las posibles herejías. Y es así como comenzó a florecer en Europa la tolerancia como solución para regular las relaciones entre los diferentes. Tolerar, pues, era poner entre paréntesis las diferencias. El buen tolerante era aquel que sabía poner bien los paréntesis.
En la Carta sobre la Tolerancia de John Locke se halla el ejemplo más acabado de una filosofía de la tolerancia, que no era todavía una filosofía de la libertad religiosa pero que recogía prácticamente todos los argumentos esgrimidos desde el siglo XVI. Los argumentos con los que se defendía la libertad de conciencia de los disidentes se basaban en la interioridad de la religión y en la incompetencia del Estado a propósito de dogmas y creencias, a los que añadía Locke el argumento de la no lesividad social de las opciones internas. De alguna forma John Locke anunciaba en esta obra la justificación posterior de John Stuart Mill en aquella maravillosa obra que fue, y sigue siendo, On Liberty: “el único objeto – insistía Mill – que autoriza a los hombres, individual o colectivamente, a turbar la libertad de acción de cualquiera de sus semejantes es la propia defensa; la única razón legítima de una comunidad civilizada para usar la fuerza contra un miembro de una comunidad civilizada es la de impedirle perjudicar a otros”. Es el famoso principio milliano o principio del daño y que podríamos traducir de la siguiente manera: no me gustan sus vestidos, sus alimentos, sus costumbres, sus prácticas religiosas… pero, si no me causan daño, he de tolerarlas. Así es como se fundamentó inicialmente la tolerancia; no como gran virtud sino como artificio para lograr la paz social o, por lo menos, una suspensión de hostilidades.
Han pasado cuatro siglos y, aunque hay quienes consideran que la consagración legal de los derechos fundamentales hace anacrónica la tolerancia, ésta se ha vuelto a poner de actualidad, dados los cambios demográficos que han supuesto las grandes migraciones de los últimos tiempos.
Todavía, como ocurriera en los siglos XVI y XVII, se recurre a la misma para defender el derecho de la conciencia frente a la imposición fundamentalista de determinados credos religiosos. Como nos recordaba Francisco Tomás y Valiente “la democracia no niega la existencia de verdades absolutas: debe permitir que quien crea en ellas o en su posibilidad las busque por su cuenta y riesgo, como aventura individual de su pensamiento libre, pero organiza la convivencia como si tales verdades no existieran”.
Asimismo la tolerancia juega un papel importante en las relaciones internacionales: ¿qué ha sido sino, y sigue siendo la famosa coexistencia pacífica sino tolerancia con regímenes públicos que nos repugnan? E incluso en sociedades laicas, con Estados laicos o aconfesionales, la tolerancia juega un papel importante no sólo en las relaciones inter privatos que no están regidas por el derecho (relaciones de afecto, amistad, familia, buena vecindad) sino también como permanente llamada de prudencia al legislador para que la ley recoja únicamente el mínimo ético de nuestras sociedades heterogéneas.
4.- Las circunstancias de la tolerancia
Uno de los pensadores latinoamericanos más profundos en la actualidad, Ernesto Garzón Valdés, ha procedido a dibujar unos contornos más precisos de la idea que me permito glosar aquí. La tolerancia se presenta como una cualidad o mejor un comportamiento que se somete a prueba siempre que se den lo que podríamos denominar circunstancias de la tolerancia. O dicho en otros términos, para que nos podamos calificar realmente como persona o sociedad tolerante deben darse por lo menos estas tres circunstancias. Y si falla alguna de ellas, es mejor que pongamos en duda la buena opinión que tenemos de nosotros mismos al respecto.
En primer lugar, para que podamos hablar de tolerancia es preciso que la inicial actitud de la persona tolerante ante el acto tolerado tiene que ser de rechazo o repugnancia. Se toleran las críticas, los olores que no nos gustan, las costumbres que nos desagradan, una política con la que no estamos de acuerdo. Pero no se toleran las alabanzas, los elogios o los halagos. Sólo se tolera lo que no nos gusta.
Por eso hay que diferenciar tolerancia e indiferencia. En la indiferencia el otro es prácticamente invisible; se convierte en atmósfera. La indiferencia es, como decía Jankelevitch, neutralidad en la ignorancia mutua. Cierra los ojos a todas las diferencias, dice sí a todas las opiniones y, por consecuencia, dice no a todas. La indiferencia tiene su origen o en el dogmatismo descorazonado o en un egoísmo absolutamente decepcionado. Nada espera del otro y por tanto no lo ve; mejor, ni lo mira.
En segundo lugar, para que una persona se pueda proclamar tolerante, además de estar ante un acto que le repugna, tiene que tener la posibilidad de prohibir el acto en cuestión. Por ejemplo, un esclavo – o cualquier sometido a relaciones de sujeción- no toleraba los castigos del amo: en todo caso los padecía. Le desagrada – primera circunstancia- pero desgraciadamente no lo puede evitar. Lo que sí podemos tolerar es que nuestros hijos lleguen tarde a casa o que nuestros estudiantes no atiendan debidamente nuestras explicaciones: hacen algo que no nos gusta y que posiblemente podríamos evitar pero…, tomamos la opción de no intervenir o callarnos.
¿Y por qué decidimos tolerar que lleguen tarde o hablen durante la clase?
Y aquí llegamos a la tercera condición o condición de la tolerancia como es la necesidad de ponderación de los argumentos a favor de permitir o prohibir el acto. Esto es, el tolerante termina sopesando ventajas e inconvenientes de resignarse ante lo que no le gusta y cuando concluye que son más fuertes las razones para no intervenir, decide tolerar. Hace falta, pues, una cierta fase deliberativa, reflexiva que, normalmente, es lo que diferencia la tolerancia de otras actitudes como pudiera ser la indiferencia.
Tales son las circunstancias de la tolerancia, según el profesor Ernesto Garzón. Tolerar un acto o una práctica supone, pues, a) rechazarlo inicialmente a la vista de nuestro sistema de valores o nuestros gustos; b) tener la posibilidad de prohibirlo c) evaluar las razones a favor de su rechazo o de su aceptación y d) seguidamente permitirlo porque existen razones más poderosas pertenecientes a otro sistema normativo; tan poderosas que nos obligan a derogar o excepcionar la inicial prohibición.
El valor, pues, de la tolerancia como virtud no puede darse por supuesto sino que depende de la calidad de las razones que intervienen en el balance. La tolerancia puede no tener nada de especialmente moral, como lo prueba el mundo de hoy, donde se coexiste – esto es, se toleran- regímenes corruptos que asesinan, sojuzgan y oprimen a sus pueblos o a determinadas minorías. Para que la tolerancia tenga significado moral es preciso que las razones por las que toleramos el acto que nos desagrada y podemos evitar estén bien fundadas. Yo creo que, aplicando el principio del daño de John Stuart Mill deberíamos ser tolerantes con el uso del velo o de cualquier otra prenda en los lugares públicos. Pero también creo que no tiene sentido ni justificación tolerar todo. Más aún, quien todo lo tolera no es un tolerante; es un un indiferente ante el destino de los demás o, simplemente, un irresponsable.
Hay tolerancias bobas, tolerancias insensatas como son, dice el profesor Ernesto Garzón, las que se apoyan en malas razones para ampliar el campo de lo permitido. Ningún derecho a la libertad de expresión justifica que se tolere la apología del terrorismo o la incitación a la violencia. Ningún derecho de manifestación avala ocupaciones violentas de calles y plazas públicas Ningún derecho a la identidad, ninguna política de reconocimiento puede ser razón suficiente para que las sociedades, por ejemplo, toleren en su seno la ablación de clítoris, los malos tratos, la negación de deberes a ciertos colectivos especialmente maltratados, el canibalismo o la exaltación del fascismo, el racismo, la xenofobia. Consentir estas prácticas, no es un signo de tolerancia sino, sencillamente, de insensatez: son lo que podríamos llamar tolerancias suicidas; tolerancias intolerables.
La tolerancia es coexistencia sin simpatía. Supone elevar murallas, aceptar un armisticio, una suspensión de hostilidades. Supone establecer zonas de seguridad que impida la vuelta de las hostilidades. Pero no puede ser una solución definitiva para asegurar la convivencia en nuestras sociedades de diferentes. Esperando que en el futuro podamos vernos con otra mirada, nos conformamos de momento con soportarnos, con no forzar a los demás a vestir como nosotros, alimentarse como nosotros, creer en lo mismo que nosotros y, por supuesto, a no matarnos. La tolerancia nos sirve, llegado el caso, para construir murallas ciertamente; pero con la esperanza de que en algún momento futuro, podamos lograr un nivel superior y más humano de convivencia. “Donde hay derechos fundamentales y se tiene la posibilidad real de exigirlos y hacerlos cumplir – decía Francisco Tomás y Valiente- la tolerancia resulta insuficiente, queda empequeñecida. Y para seguir siendo, tiene que ser otra cosa de lo que durante siglos ha sido o se ha pretendido que fuera”. Y esa otra cosa en la que tiene que convertirse, añado yo, es el respeto.
5.- La mirada curiosa del respeto o la revolución del respeto
Si la tolerancia es, pues, una regla prudencial o, como máximo, una virtud menor, mayor relevancia tiene otra actitud ante el diferente como es el respeto que, a veces, se confunde con la tolerancia. No en vano frecuentemente las unimos en nuestro lenguaje ordinario con una simple partícula copulativa como si fueran sinónimos tolerancia y respeto. Pero yo creo que podríamos y deberíamos distinguirlas.
Así lo hacía Fernando de los Ríos pocos meses antes de que sobre España se desencadenara una terrible guerra civil. Frente a quienes aspiraban a la revolución proletaria y frente a los falangistas que proponían la revolución pendiente del nacionalsindicalismo, Fernando de los Ríos aseguraba que la única revolución pendiente en España era la del respeto.
El respeto al que nos referimos no es la cortesía o los buenos modales a la que se refieren, por ejemplo, las deliciosas Cartas de Lord Chesterfiel a su hijo, más cercanas a las normas de urbanidad, los buenos modales, la buena educación y al cálculo interesado de cuidar la imagen.
El respeto al que aludimos, en primer término, es el respeto como obligación moral que expresara Kant en su imperativo categórico: “Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin, y nunca sólo como un medio”. Tratar a todos los seres humanos – a los semejantes y a los diferentes- con respeto es asumir que son dueños de sí mismo, con sus propios proyectos vitales, con unas legítimas pretensiones a desarrollar su personalidad. Tratar con respeto a una persona obliga a limitarnos a nosotros mismos; a no manipularlos, a no convertirles en simples instrumentos de nuestros intereses: “El deber de respetar a mi prójimo – decía Kant en la Metafísica de las costumbres– está contenido en la máxima de no degradar a ningún otro hombre convirtiéndole únicamente en medio para mis fines”. El respeto, en este sentido kantiano, es mucho más que una virtud: es un deber incondicionado.
Pero cuando hablamos del respeto en relación con la tolerancia no nos referimos a ese deber moral que tenemos con todas las personas, incluido llegado el caso cualquier delincuente, sino al respeto como sentimiento hacia unas determinadas prácticas, costumbres, hábitos, ideas, valores, estilos de vida o idearios religiosos
Pues bien, tal vez la prudencia, el valor de la convivencia entre culturas obligue a tolerar ciertas prácticas que rechazamos o nos molestan. Pero ¿debemos respetar todo lo que toleramos? Coincide el círculo normativo de la tolerancia con el círculo del respeto? El respeto es más selectivo: no todo lo que nos conviene tolerar, lo debemos respetar. El respeto supone observar en un comportamiento o práctica algo que pudiera ser valioso. Fíjense en el pequeño matiz que introduce el término pudiera porque es importante.
En efecto, tal vez la primera y gran diferencia entre tolerancia y respeto estriba en la inicial reacción que ambos provocan: de rechazo en la tolerancia y de interés o curiosidad en el respeto. Para respetar una posición o comportamiento no tenemos que estar de acuerdo con el mismo: basta con comprender que refleja un punto de vista moral diferente, que puede tener sus razones atendibles y que esta diferencia nos ofrece la oportunidad de aprender escuchando al otro y así depurar nuestra propia posición. A esta apertura al otro, a la búsqueda de la comprensión del diferente es a lo que yo llamo respeto.
Tal vez lo pueda explicar mejor con el ejemplo de tres grandes religiones. Es cierto, como señala Taylor, que toda cultura – el Islán, el Budismo, el Cristianismo- que han aportado durante siglos un horizonte de significados para millones de personas deben tener algo que a priori merece nuestro respeto. Que miles de millones de personas hayan vivido sus propias vidas dentro de los parámetros que ofrecen estas grandes religiones nos debe hacer pensar que algo valioso deben contener. La actitud de respeto es la que nos lleva a mirarla al menos con curiosidad; a preguntarnos qué es lo que tiene o ha tenido esa religión, por ejemplo, para que millones de personas hayan vivido y vivan su vida orientados por sus doctrinas.
Pero – conviene aclararlo inmediatamente- respetar una cultura no supone necesariamente atribuir valor moral a todas sus prácticas, aceptar todo lo que proponen, todos sus mandatos y consejos. Todas las culturas contienen en su seno prácticas, costumbres o propuestas poco dignas de respeto y, en ocasiones, incluso intolerables. Afirmar de entrada y sin mayor reflexión el valor de todas las prácticas de una determinada cultura es una nuestra de condescendencia; más aún, de falta de respeto. “La vía democrática – se ha dicho – significa respeto y apertura a todas las culturas pero también desafío a todas las culturas para que abandonen aquellos valores intelectuales y morales que son incompatibles con los ideales de libertad, de igualdad y de una sostenida búsqueda cooperativa experimental de la verdad y del bienestar”. Sólo el debate franco, abierto entre las grandes culturas permitirá a cada una de ellas irse depurando y eliminando aquellas partes de las mismas que no son dignas de respeto. Y esto vale tanto para el Islam, el Budismo o el judaísmo como para la Iglesia Católica.
Toleramos, pues, lo que no nos gusta pero que por razones prudenciales decidimos no prohibir. Y respetamos lo que estimamos que puede tener un cierto valor y sobre lo que merece la pena dialogar por si pudiéramos o debiéramos aceptar su punto de vista o esa práctica social.
Por eso, frente a la tolerancia, que levanta murallas y fosos para impedir que prosiga la guerra, el respeto tiende puentes para permitir unos primeros pasos de acercamiento. El respeto implica lejanía y proximidad. El respeto mantiene todavía la distancia porque en el respeto hay también algo de temor: tener respeto a algo obliga a mantener cierta distancia. Pero el respeto busca también la proximidad sin llegar a la fusión unitiva de la que hablaba Max Scheler ni siquiera necesariamente a la estima. El respeto es puente entre diferentes, es camino, es diálogo; no siempre llegada y comunión de ideas. El respeto no conduce necesariamente al amor, aunque no es posible el amor sin el respeto. Pero sí que, dado su carácter de estadio provisional, el respeto es una promesa de estima y en ocasiones de amistad que, como dijera Aristóteles, “es el bien más grande para las ciudades porque las preserva de la discordia interna”. Pero el tema de la amistad cívica es cuestión para otro momento.
6.- Final
Voy a terminar antes de agotar su capacidad de tolerancia conmigo y con mis palabras. Soy consciente de que todo lo que he dicho no resuelve los grandes problemas de convivencia que representa la multiculturalidad en medio de una crisis económica pavorosa. A otros les corresponde legítimamente la ingrata y difícil tarea de proponer y ejecutar las políticas públicas precisas para combatir el racismo, la xenofobia o el xenoracismo creciente.
Pero la Universidad – institución en la que tanto confía la sociedad- no puede quedar al margen en esta batalla por una sociedad cada vez más abierta. Lo debe hacer combatiendo con su ciencia el populismo, la demagogia y las mentiras sobre las que se asientan las actitudes xenófobas. Y lo puede y lo tiene que hacer enseñando a nuestros estudiantes la gramática de la virtud pública con el buen uso de los pronombres personales: el ellos de la tolerancia, el usted del respeto y el tú de la amistad. En suma, haciendo posible lo que Richard Rorty denomina la educación sentimental de nuestros jóvenes.
Muchas gracias
Lección Inaugural del Curso Académico de las Universidades de Madrid. Paraninfo de la Universidad de Alcalá, 7 de septiembre de 2011.