1.- La visibilidad de los otros
La filosofía moral y política no ha dejado de reflexionar durante siglos sobre cuál es el mejor modelo de relación con nuestros semejantes. Pero, tal vez, hoy sea más urgente buscar el tipo de relación que hemos de mantener no ya con el semejante sino, precisamente, con el diferente. Entre otras razones, porque la homogeneidad de nuestras sociedades ha saltado por los aires y como decía Carlos Fuentes, no hace mucho y con toda razón, ya no hay sociedades blancas.
Un nuevo desafío ha aparecido cada vez con más fuerza desde finales del pasado siglo y en el inicio del presente milenio: es la llamada diversidad cultural. Grupos sociales, hasta ahora “invisibles” para nuestras sociedades, han ido saliendo a la plaza pública con sus lenguas, sus tradiciones, su historia y su cultura: el 10 % de los 530 millones de habitantes de América Latina son indígenas que hablan más de 400 lenguas. Los 191 Estados miembros de Naciones Unidas hablan hoy en día, según la Unesco, alrededor de 6.000 lenguas vivas y W. Kymlicka en su trabajo sobre Ciudadanía multicultural[1] contabiliza más de 5.000 grupos étnicos. Es lo que explica que en la actualidad sólo el 9.2% de los Estados puedan calificarse como Estados étnicamente homogéneos[2].
Añádanse a estos datos, los impresionantes flujos migratorios causados por la guerra y el hambre, las persecuciones o la creciente globalización del sistema económico, fenómenos que se han acelerado en la década de los 80 y 90[3] . Todos estos fenómenos no sólo han incrementado los flujos migratorios: han cambiado, incluso, la dirección de las migraciones que ahora son globales: todo el mundo va a todas partes.
Esta visibilidad nueva de ciertos grupos sociales, la mundialización de los flujos migratorios[4], la diversificación de orígenes y la vocación de permanencia de los inmigrantes en sus nuevos países entrañan una creciente heterogeneidad étnica y cultural en prácticamente todos los Estados, frente a la relativa homogeneidad anterior. Cada día son más visibles los otros, los diferentes. Nos sorprenden sus vestidos, sus alimentos, sus prácticas religiosas, su color o sus costumbres. Por ello, han surgido nuevas preguntas que reclaman urgentes respuestas: ¿qué hacer con el otro?, ¿qué hacer con los diferentes?, ¿cuál debe ser nuestra actitud ante quienes ni visten como nosotros, ni tienen el mismo color, ni tienen las mismas costumbres, ni sus prácticas sociales y religiosas se parecen a las nuestras?
De esto quiero hablarles, desde el punto de vista de la filosofía moral y no de la filosofía política, perspectiva que dejo para otra ocasión. Lo que pretendo, en esta mi primera lección como Doctor de la Universidad de León (Nicaragua), es tratar de responder a la cuestión de cómo hemos tratar, no ya al semejante, sino al desemejante; no al que viste y vive como nosotros sino al diferente en su color, costumbres, historia y tradiciones; al que realmente es otro.
Adelanto cual es la tesis que pretendo defender. Ante el diferente se pueden mantener, al menos, cinco actitudes: rechazo, indiferencia, tolerancia, respeto y admiración. Son actitudes diferentes aun cuando, a menudo, en el debate público se las confunde. Y, sobre todo, damos a la tolerancia una preeminencia que, en mi modesta opinión, no tiene. La tolerancia – les ruego que no se escandalicen – o no es una auténtica virtud, o es una virtud menor. Menor en valor moral. Por eso me ha parecido que puede tener interés en este mundo cada vez más heterogéneo poner las cosas es su sitio, relativizando la tolerancia, resaltando el valor del respeto y dignificando la admiración.
Comencemos por la tolerancia.
2.- La tolerancia
Antes de que se hablara de los derechos individuales o colectivos como instrumentos con los que resolver el problema que suscita la diferencia, se recurrió a la tolerancia. Me estoy refiriendo a aquellos momentos del siglo XVI en los que se rompió la unidad religiosa de Europa y esta se desangraba en terribles guerras de religión.
La primera solución a la guerra que entrevieron los espíritus más abiertos fue la de poner entre paréntesis las creencias religiosas de todos y gobernar la sociedad al margen de la religión. O, como dijera Hugo Grocio, gobernar “como si Dios no existiese, lo cual no puede decirse sin grave blasfemia”. Grocio, ejemplo de tolerancia – fíjense bien- no pretendía que sus coetáneos aceptaran las ideas de los otros, de los adversarios. Más aún – y esto es lo relevante, como veremos- consideraba blasfemas algunas de las ideas para las que reclamaba tolerancia. Lo que Grocio, y toda la Escuela Clásica del Derecho Natural, quería ante todo era la paz y esta exigía poner entre paréntesis las diferencias, incluso las posibles herejías. Y es así como comenzó a florecer en Europa la tolerancia como solución para regular las relaciones entre los diferentes. Tolerar, pues, era poner entre paréntesis las diferencias. El tolerante era aquel que sabía poner bien los paréntesis.
En la Carta sobre la Tolerancia de John Locke se halla el ejemplo más acabado de una filosofía de la tolerancia, que no era todavía una filosofía de la libertad religiosa pero que recogía prácticamente todos los argumentos esgrimidos desde el siglo XVI[5]. Los argumentos con los que se defendía la libertad de conciencia de los disidentes se basaban en la interioridad de la religión y en la incompetencia del Estado a propósito de dogmas y creencias a los que añadía Locke el argumento de la no lesividad social de las opciones internas. De alguna forma John Locke anunciaba en esta obra la justificación posterior de John Stuart Mill en aquella maravillosa obra que fue, y sigue siendo, On Liberty: “el único objeto – insistía Mill[6] – que autoriza a los hombres, individual o colectivamente, a turbar la libertad de acción de cualquiera de sus semejantes es la propia defensa; la única razón legítima de una comunidad civilizada para usar la fuerza contra un miembro de una comunidad civilizada es la de impedirle perjudicar a otros”. Es el famoso principio milliano o principio del daño y que podríamos traducir de la siguiente manera: puede ser cierto que no nos gusten sus vestidos, sus alimentos, sus costumbres, sus prácticas religiosas… pero, si no nos causan daño, hemos de tolerarlas. Así es como se fundamentó inicialmente la tolerancia; no como gran virtud sino como artificio para lograr la paz social.
Han pasado cuatro siglos y la tolerancia – que inicialmente se presentó como una virtud más bien modesta – se ha vuelto a poner de moda[7]. A pesar de que muchas de las situaciones que pretendía resolver el recurso a la tolerancia han quedado mejor protegidas a través de las sucesivas Cartas de Derechos Humanos, en este inicio del tercer milenio son innumerables las Declaraciones, celebraciones y manifestaciones, Comités y Asociaciones en torno a la tolerancia. Todavía, como ocurriera en los siglos XVI y XVII, se recurre a la misma para defender el derecho de la conciencia frente a la imposición fundamentalista de determinados credos religiosos. E incluso en sociedades laicas, con Estados laicos o aconfesionales, la tolerancia juega un papel importante en el debate público: la globalización y el multiculturalismo de nuestras sociedades – con la creciente presencia del otro, del diferente – ha rescatado y revitalizado la vieja idea de la tolerancia como fórmula para tratar los problemas de la diferencia.
Pero… ¿estamos de acuerdo en qué significa realmente tolerar? ¿Adjudicamos todos nosotros el mismo significado a la tolerancia?
3.- En qué consiste la tolerancia
Pocos términos hay tan elásticos como este de la tolerancia. La tolerancia[8], entendida como una actitud o un estado mental, es un término de una textura tan abierta que puede ser susceptible de toda una escala de significados diferentes.
De acuerdo con una primera interpretación, conectada a sus orígenes históricos de las guerras de religión de los siglos XVI y XVII, la tolerancia consiste simplemente en la aceptación resignada de la diferencia con vistas a lograr la paz. Tolerar, en este sentido, supone soportar o padecer algo que repugna, que atenta contra nuestras más íntimas convicciones y que se hace por razones puramente prudenciales como lograr un modus vivendi que evite la confrontación. La tolerancia en este sentido es un regla prudencial, no moral.
Una segunda interpretación de la tolerancia supone hacer de esta una actitud pasiva ante la diferencia. Aquí la tolerancia en el fondo se confunde con la indiferencia, con el desinterés, con el me tiene sin cuidado. Posiblemente sea este el sentido profundo y más común de la tolerancia en una sociedad donde prima el egoísmo y el interés privado. Para esta segunda interpretación, sociedad tolerante no es más que un sinónimo de sociedad indiferente.
Una tercera interpretación consiste en hacer de la tolerancia una virtud estoica: se acepta que los demás hagan lo que hacen y digan lo que dicen porque tienen ciertos derechos, aunque su ejercicio no nos guste. Es la actitud resignada de quien no puede prohibir a otro que realice un acto que le disgusta porque el otro actúa en ejercicio de un derecho.
Una cuarta actitud supone identificar la tolerancia con la apertura a los demás, con la curiosidad, con la voluntad de escuchar y aprender de los demás sus “verdades”.
Y, finalmente, una quinta interpretación de la tolerancia, identifica a esta con la admisión entusiasta de la diferencia.
Todas estas actitudes tan diferentes entre sí las cubrimos, a veces, bajo el término de tolerancia. Y si los términos sirven para que nos podamos entender con un mínimo de malentendidos, parece excesiva esta amplitud de significados que hace del vocablo un término realmente poco operativo. En mi opinión, todas estas diferentes interpretaciones en realidad confunden lo que es la tolerancia unas veces con la indiferencia (segundo supuesto), otras veces con la obligación de no interferir en el ejercicio de un derecho (tercera acepción), a veces con el respeto (cuarta acepción) e incluso con la admiración (quinto supuesto).
Pero, si queremos introducir un mínimo de claridad en el lenguaje, deberíamos reservar el término tolerancia sólo para la primera acepción pues, en realidad, sólo se tolera lo que no gusta.
4.- La justificación
Esta es la tesis que recientemente ha razonado uno de los pensadores latinoamericanos más profundos en la actualidad, Ernesto Garzón Valdés[9], quien ha procedido a dibujar unos contornos más precisos de la idea. La tolerancia se presenta como una propiedad disposicional que se somete a prueba siempre que se den lo que podríamos denominar circunstancias de la tolerancia. Sin estas circunstancias, no podemos hablar de tolerancia. Estas son:
a.-La tendencia a prohibir el acto en cuestión: no se puede hablar de tolerancia ante unos actos o prácticas que merecen nuestra aprobación. A nadie se le ocurre afirmar que tolera una alabanza, un elogio o un halago. Lo normal es tolerar una crítica, la descalificación o incluso un insulto. Y es que la inicial actitud del tolerante ante el acto en cuestión es de rechazo o repugnancia. Esta es la primera circunstancia de la tolerancia.
b.- La competencia adecuada: la persona tolerante tiene que estar en situación de poder prohibir el acto en cuestión. El esclavo – o cualquier sometido a relaciones de sujeción- no tolera los castigos del amo: en todo caso los padece. Como tampoco tiene sentido afirmar que toleramos la política exterior del Presidente Bush: la padecemos; pero no la toleramos, sobre todo si pensamos que desgraciadamente no está en nuestras manos cambiarla. Lo que sí podemos tolerar es que nuestros hijos lleguen tarde a casa o que nuestros estudiantes no atiendan debidamente nuestras explicaciones. En suma, para tolerar es necesario un cierto poder, una determinada competencia, sobre la persona cuyos actos o ideas toleramos.
c.- la ponderación de los argumentos a favor de permitir el acto. Esto es, sopesar los pros y contra de permitir la conducta que inicialmente nos repugna o rechazamos. Hace falta, pues, una cierta fase deliberativa, reflexiva que, normalmente, es lo que diferencia la tolerancia de otras actitudes como pudiera ser la indiferencia.
Tales son las circunstancias de la tolerancia y, si se admite su corrección, aconsejarían no llamar tolerancia a lo que no es sino la aceptación entusiasta de la diferencia, la curiosidad, la mera indiferencia o la actitud resignada ante el ejercicio de un derecho[10].
Tolerar un acto o una práctica supone, pues, a) rechazarlo inicialmente a la vista de un sistema normativo básico; b) tener la posibilidad de prohibirlo; c) evaluar las razones a favor de su rechazo y a favor de su aceptación y d) seguidamente permitirlo porque existen razones más poderosas pertenecientes a otro sistema normativo tan poderosas que nos obligan a derogar o excepcionar la inicial prohibición.
Y en este sentido, es cierto que la tolerancia tiene todavía un cierto campo de aplicación. No es infrecuente que las autoridades nacionales toleren comportamientos masivos e ilícitos (como asaltar La Cibeles cada vez que gana algún trofeo el Madrid); o actuaciones de algunas autoridades (las leyes del Parlamento Vasco siguen sin publicarse en el BOE). Y ocurre con cierta frecuencia que la comunidad internacional tolere las prácticas ilícitas (desde la perspectiva de la Declaración de Derechos Humanos de Naciones Unidas) de numerosos Estados. Seguro que en estos casos existen buenas razones para no intervenir con medidas coactivas y por lo tanto para tolerar. La prudencia política, el balance de costes y beneficios operan en ocasiones como buenas razones para justificar ciertas tolerancias en el plano del derecho. No parece que, en este ámbito, especialmente el de las relaciones internacionales, se pueda prescindir plenamente de la tolerancia.
El valor, pues, de la tolerancia como virtud no puede darse por supuesto sino que depende de la calidad de las razones que intervienen en el balance. Por eso no es posible tolerar todo (quien todo lo tolera o es un irresponsable o sencillamente un indiferente ante el destino de los demás). Hay, dice Ernesto Garzón, tolerancias bobas, tolerancias insensatas como son las que se apoyan en malas razones para ampliar el campo de lo permitido. Ningún derecho a la identidad, ninguna política de reconocimiento puede ser razón suficiente para que las sociedades, por ejemplo, toleren en su seno la ablación de clítoris, los malos tratos, la negación de deberes a ciertos colectivos especialmente maltratados, el canibalismo o la exaltación del fascismo, el racismo, la xenofobia. Consentir estas prácticas, no es un signo de tolerancia sino, sencillamente, de insensatez: son lo que podríamos llamar tolerancias suicidas.
Pero… ¿es la tolerancia la única actitud posible ante el diferente?
5.- El respeto
Si la tolerancia es, como creo, una regla prudencial o, como máximo, una virtud menor, una virtud mínima, de segundo orden, mayor relevancia moral tiene otra actitud ante el diferente como es la del respeto que, a veces, confundimos con la misma tolerancia. No en vano, frecuentemente, las unimos en nuestro lenguaje ordinario con una simple partícula copulativa; como si fueren sinónimos la tolerancia y el respeto.
Tal vez, la prudencia política, el valor de la convivencia entre culturas obligue a tolerar ciertas prácticas que rechazamos en función de superiores objetivos. Pero ¿debemos respetar todo lo que toleramos? Coincide el círculo normativo de la tolerancia con el círculo del respeto? El respeto es más selectivo: no todo lo que tenemos que tolerar, lo debemos respetar. Puede ser que tengamos que tolerar el uso del velo en las escuelas públicas, por ejemplo. Pero eso no quiere decir que lo tengamos que respetar. El respeto supone observar en un comportamiento o práctica algo pudiera ser valioso. Fíjense en el pequeño matiz que introduce el término pudiera porque es importante.
Las circunstancias de la tolerancia y del respeto son distintas: Tal vez la primera y gran diferencia es que para que podamos hablar de tolerancia ante un determinado comportamiento, este tiene que provocarnos una primera reacción: la tendencia a rechazarlo; a prohibirlo. Pero en el respeto, la inicial reacción ante una opinión o un comportamiento no es de repulsión; sino de interés, de curiosidad. Para respetar una posición o comportamiento, pues, no tenemos que estar de acuerdo con el mismo: basta con comprender que refleja un punto de vista moral diferente, que puede tener sus razones atendibles y que esta diferencia nos ofrece la oportunidad de aprender escuchando al otro y así depurar nuestra propia posición[11]. A esta apertura al otro, a la búsqueda de la comprensión del diferente es a lo que llama Thiebaut[12] tolerancia positiva y que llamo respeto.
Es cierto, como señala Taylor[13], que toda cultura – el Islán, el Budismo, el Cristianismo- que han aportado durante siglos un horizonte de significados para millones de personas deben tener algo que a priori merece nuestro respeto. Pero – conviene aclararlo inmediatamente- respetar una cultura no supone adscribir un cierto valor moral a todas sus prácticas: todas las culturas contienen en su seno prácticas y costumbre que tal vez tengamos que tolerar pero que no merecen nuestro respeto. Afirmar de entrada y sin mayor reflexión el valor de todas las prácticas de una determinada cultura es una nuestra de condescendencia; más aún, de falta de respeto. “La vía democrática – se ha dicho[14] – significa respeto y apertura a todas las culturas pero también desafío a todas las culturas para que abandonen aquellos valores intelectuales y morales que son incompatibles con los ideales de libertad, de igualdad y de una sostenida búsqueda cooperativa experimental de la verdad y del bienestar”.
Es así, pues, como conviene diferenciar tolerancia y respeto. Toleramos lo que no nos gusta pero que por razones prudenciales decidimos no prohibir. Y respetamos lo que estimamos que puede tener un cierto valor y sobre lo que merece la pena dialogar por si pudiéramos o debiéramos aceptar su punto de vista o esa práctica social.
Pero el respeto, a su vez, nos ofrece una extraordinaria oportunidad de ascender un peldaño más en las relaciones con los otros: es el escalón superior de la admiración.
6.- La admiración
En efecto, ante el diferente hay veces que adoptar una actitud que va mucho más allá de la tolerancia y del respeto como es la de la admiración, que esta sí que es una virtud. El escalón es más difícil porque vivimos en un mundo poco o nada propicio a la admiración: un falso igualitarismo siega ferozmente las diferencias, sin querer admitir que los otros a veces sencillamente son mejores. No es que no haya ejemplos admirables. Es que, como ha señalado Aurelio Arteta en La virtud de la mirada, se nos está atrofiando la capacidad de admiración. O que no la vemos allí donde se nos presenta.
Por eso, en lugar de la admiración, nos contentamos con el asombro que no es sino la sorpresa ante la rareza o la desmesura. Y este es un gran error como ya lo advertía Montaigne en sus Ensayos: “Extraordinaria prueba de la debilidad de nuestro juicio – decía- es que se valoren las cosas por su rareza o novedad, o incluso por su dificultad, aunque no les acompañe la bondad y utilidad”. Nuestra cultura cultiva y mima lo nuevo, lo singular, lo inesperado que es lo que produce el asombro: pero la admiración es otra cosa, pues sólo surge de la contemplación de lo valioso y lo útil.
Practicar la virtud de la admiración tiene sus requisitos. Admirar es, en primer lugar, ser capaces de ver al otro, al diferente; sin esa capacidad de visión, sin esa capacidad de mirar no es posible admirar: el otro tiene que hacerse presente. En segundo lugar, supone asumir la desigualdad moral; reconocer que hay personas, cosas e ideas iguales, mejores y peores. En tercer lugar, exige estar dispuesto a emularlo; sólo se ama lo que se admira, decía Aristóteles. Y, salvo que nos embriaguemos en un etnocentrismo sin sentido, la creciente visibilidad del diferente generada por la globalización y la multiculturalidad… tienen ese lado positivo: incrementar nuestras posibilidades de encontrar nuevos modelos de comportamiento y nuevas ideas que debemos admirar y, por lo tanto, emular.
Comenzaba mi intervención preguntándome qué es lo que debíamos hacer con los otros, con los diferentes. Y ante el predicamento que hoy parece tener la tolerancia, creo que debemos buscar caminos más complejos y ricos para tratar a los otros, a los diferentes que, con una intensidad hasta ahora desconocida, se hacen presentes en nuestras vidas. La tolerancia sigue siendo ciertamente necesaria en ocasiones pero, como virtud, es demasiado pobre; casi no es una virtud sino una regla de prudencia que ayuda a evitar el enfrentamiento poniendo entre paréntesis nuestras diferencias. Pero hay diferencias que no hay que poner entre paréntesis sino todo lo contrario: conviene sacarlas a la luz y exhibirlas dando así ocasión para un diálogo intercultural que mutuamente nos enriquezca. En suma, si bien hemos de tolerar lo que no nos gusta pero cuya prohibición puede causar males mayores; debemos respetar todo lo aquello en lo que sospechemos que hay algo valioso. Pero, sobre todo, debemos la mundialización, el flujo de la inmigración, el descubrimiento y visibilidad de los otros, para buscar a los mejores, admirarlos y emularlos.
Virgilio Zapatero
Discurso en el nombramiento de doctor honoris causa por la Universidad Autónoma de León (Nicaragua), junio 2005
[1] W.KIMLICKA, Ciudadanía multicultural, Paidós, Barcelona 1996, p. 13.
[2] CONNOR,W. Ethnonationalism: The quest for understanding, Princeton University Press, Princeton 1994, pp.30.
[3] OCDE, Tendences des migrations internationales. Système d´observation permanente des migrations. Rapport Annual, Paris 1999.
[4] ARANGO, Joaquín, Una nueva era en las migraciones, Revista de Occidente, nº.268, septiembre 2003.
[5] LOCKE, John, Carta sobre la Tolerancia, en Escritos sobre la Tolerancia de John Locke, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid 1999.
[6] MILL, John, Sobre la libertad, Aguilar, 1971, p. 17.
[7] TOSCANO MENDEZ, Manuel, La tolerancia y el conflicto de razones, en Ciudadanía, nacionalismo y Derechos Humanos, (ed. José RUBIO CARRACEDO y otros), Editorial Trotta, Madrid 2000, p. 171.
[8] WALZER, Michael, Tratado sobre la Tolerancia, Paidós, Barcelona 1998, p. 25 y ss.
[9] GARZÓN VALDES, Ernesto, No pongas tus sucias manos sobre Mozart. Algunas consideraciones sobre el concepto de tolerancia (1992). En Derecho, Etica y Política. Centro de Estudios Constitucionales, Madrid 1993, p. 401 y ss.
[10] TOSCANO MENDEZ, Manuel, La tolerancia o el conflicto de razones, en Ciudadanía, nacionalismo y derechos humanos, citado, pp.178 y 179.
[11] GUTMANN, Amy, Comentario en TAYLOR, Charles, El multiculturalismo y la política del reconocimiento, citado, p. 40.
[12] THIEBAUT, Carlos, De la tolerancia. Visor, Madrid 1999, pp.56 y ss.
[13] TAYLOR, Ch. El munciculturalismo y la política del reconocimiento, FCE, México 1993.
[14] ROCKEFELLER, C, Comentario en TAYLOR, Charles, El multiculturalismo y la política del reconocimiento, citado, 130.