Conferencia pronunciada en el Ateneo de Madrid, 3 de febrero de 2003.
Un rumor subyacente
Cuando finalmente decidí hacerme cargo de la preparación de una Exposición sobre el Exilio, no podía suponer el impacto que la misma iba a tener en la opinión pública española, impacto del que son buena muestra los miles de visitantes que la misma tuvo así como la atención que han prestado desde entonces a este fenómeno todos los medios de comunicación tanto nacionales como extranjeros. No es que los historiadores en España hubieran desatendido la investigación en este punto: investigación la ha habido y la hay de un nivel excelente pero nunca había traspasado el pequeño círculo de los profesionales para interesar al gran público. Lo novedoso hoy es la proliferación por todos los rincones de España de iniciativas locales tendentes a estudiar la historia de los exiliados de su provincia, comunidad o pueblo. Esto demuestra que había un rumor subyacente, una especie de música callada que estaba esperando ser escuchada y atendida. Y aquella Exposición ha servido para comenzar a escuchar algunas historias sin cuyo conocimiento no podemos decir que conocemos España.
El porqué la opinión pública española ha comenzado a vibrar de repente con el exilio republicano, porqué tantos jóvenes han seguido y siguen estas convocatorias, es algo que, a su vez, merecería ser estudiado. Yo no me atrevo a hacer un diagnóstico al respecto pero sí que me atrevo a ofrecer algunas hipótesis que expliquen ese repentino interés de gentes de todas las edades por hechos que ocurrieron hace más de sesenta años.
Posiblemente en muchos casos, el interés deriva de que ellos mismos eran los protagonistas de la historia: cuántas personas mayores han visitado la exposición examinando las fotografías de la misma para tratar de encontrarse retratado – a sí mismo, o a su esposa o hijos o padres o tíos- en un campo de concentración, en un barco o ante una aduana todavía cerrada. Fueron tantos miles de españoles los que tuvieron que pasar la frontera, que era lógico que muchos de ellos buscaran reconocerse en esta narración. Muchos fueron allí, sencillamente porque eran los protagonistas.
Pero… ¿por qué el interés de tantos jóvenes que no sufrieron directamente el exilio?
Pasado y presente.
Yo creo que los seres humanos somos capaces de compasión, que no es sino una disposición a compartir con otros su dolor y su sufrimiento. Al fin y al cabo, y como decía I. Berlin, la historia es el relato de lo que han hecho y han sufrido los seres humanos. Hay imágenes que no pueden más que suscitar ese sentimiento: miles de personas despavoridas huyendo de la miseria, la violencia y la guerra; niños recién nacidos llorando en los brazos de la madre, niños perdidos o mutilados, familias caminando por senderos desolados y arrastrando a los abuelos que, a su vez, arrastran un mísero hatillo; soldados derrotados que tratan de cruzar una frontera, a su vez cerrada; barcos abarrotados y esperando una autorización – que nunca llega- para desembarcar en la tierra prometida; seres humanos cacheados, detenidos tras cruzar las fronteras e internados en campos de concentración… cuando uno ve esa humanidad aturdida y humillada no puede sino sentir una honda compasión.
Estas imágenes de españoles perseguidos y acosados, por otra parte, se diferencian muy poco de la imagen de esos miles de personas que hoy vemos diariamente a través de los medios de comunicación huyendo de las hambrunas, guerras y violencias de Africa o de cualquier otro continente. Recuperar la memoria del exilio es examinar el presente en color sepia pues al bucear en nuestro pasado nos reencontramos con nuestro presente. Y al examinar nuestro presente lleno de pateras y naufragios y nuestro futuro más próximo –cuando el Sr. Bush comience su guerra- nos reencontraremos con nuestro pasado. Por eso pienso que el exilio interesa también porque se ha convertido en una característica de nuestro mundo, un mundo en el que el desarraigo y el desplazamiento forzoso de miles de seres humanos no es ya ni noticia. Es decir, que al hablar del pasado, estamos hablando del presente.
Sea cual sea, en todo caso, la razón es lo cierto que los españoles estamos descubriendo que, si hoy somos tierra de asilo, no hace tanto tiempo fuimos tierra de exiliados; es decir, estamos redescubriendo los exilios de España.
La invisibilidad de los exiliados
Hablar del exilio es hablar de los olvidados, de los excluidos. El exiliado lo pierde todo. Como si de un inventario se tratará, Rafael Altamira hacía el balance de los daños materiales e inmateriales que le había supuesto el exilio: había perdido su casa, su familia, sus amigos, su biblioteca, su trabajo, su optimismo y casi, decía, hasta su confianza en el género humano. Cualquier exiliado – los de antes y los de ahora- podrían hacer un similar inventario si tuvieran qué inventariar. Lo había advertido Dante: dejarás cuanto más has amado; esa es la primera flecha que el arco del exilio lanza. Y la segunda flecha no es menos dolorosa: el olvido, pues la represión, por una parte, y el simple paso del tiempo, por otra, amenazaron incluso con borrar sus huellas. Así es como, para la inmensa mayoría de los españoles y por mucho tiempo, medio millón de españoles – los exiliados- fueron invisibles.
Es cierto que la dictadura no pudo borrar totalmente de nuestra cultura nombres como los de Severo Ochoa, Picasso, Alberti, Sánchez Albornoz, Américo Castro, Madariaga, Cernuda, Leon Felipe, Pio del Rio, Pittaluga, Gaos, De los Ríos, Pedro Salinas y tantos otros cuya relación sería tan impresionante como tediosa. Tal vez para algunos, como dice Juan Marichal, el exilio fue una fortuna por cuanto tuvieron tiempo y medios para hacer lo que en España misma no hubieran podido hacer. Pero… ¿qué decir de los miles y miles de exiliados anónimos cuyos nombres apenas son hoy conocidos?.
Estos son los españoles invisibles que hay que redescubrir.
El proceso de redescubrimiento del exilio por el gran público ha sido tardío. Durante largos años, sólo unas minorías intelectuales y políticas mantuvieron algún puente endeble con el exilio. Sólo al calor de una democracia que se anunciaba las generaciones más jóvenes comenzaron a descubrir la existencia de un exilio. Desgraciadamente no se trataba tanto de conocerles como de lograr que nos conocieran. Cuantas veces frecuentábamos los círculos exiliados en la década de los setenta fue para contarles a ellos lo que estábamos haciendo nosotros. Acudíamos a sus casas regionales y sedes de sus organizaciones esparcidas por Europa y por América hablándoles de los grandes cambios que se estaban produciendo en España; de las elecciones generales, de las Cortes Constituyentes, de la Constitución que se estaba elaborando o se había aprobado, de las libertades recuperadas o de la democracia que se consolidaba día a día. No se tenía ni la sensibilidad ni el tiempo para preguntarles por ellos; por su propia historia de expatriación, privaciones y sufrimientos; por sus ilusiones y sus proyectos. Parecía como si la única historia que importara, la única historia que existiera fuera la nuestra; la de los de aquí dentro. En aquel reencuentro tras largos años de ausencia no hemos encontrado todavía ni un momento para decir al amigo: “y a ti… ¿Cómo te ha ido?”.
Es preciso retomar ese diálogo sobre bases más equitativas; preguntando y escuchando a los protagonistas de aquella tragedia que condenó a miles de españoles a salir de su pueblo y abandonar todo lo que más amaban; que produjo en nuestro país una diáspora sin precedentes desde la expulsión de los judíos y los cristianos nuevos de moros y que supuso una grave mutilación humana, intelectual y económica de nuestro país. Es preciso completar nuestra Historia.
Se dice que la historia la terminen escribiendo los vencedores; no lo creo así o, al menos, los demócratas no debiéramos ahora intentar cambiar la historia, acallando y ocultando una parte para ensalzar otras. Mejor seguir el programa que se trazó Heródoto al iniciar el libro I de sus Historias: “Esta es la exposición de las investigaciones de Heródoto de Halicarnaso, para que no se desvanezcan en el tiempo los hechos de los hombres, y para que no queden sin gloria grandes y maravillosas obras, así de los griegos como de los bárbaros y, sobre todo, la causa por la que se hicieron la guerra”. En nuestro caso, sabemos qué es lo que hicieron nuestros bárbaros; nos falta por conocer qué grandes y maravillosas obras hicieron nuestros griegos. Y todo ello no para alimentar el odio, el rencor o el resentimiento sino para que, conociendo “la causa por la que se hicieron la guerra”, saquemos de esta triste historia – como pretendía Tito Livio- “experiencias que evitar por sus desastrosos principios o sus desastrosas consecuencias”.
Toda una sociedad se exilia
Exilios había habido ya varios en España; pero no de la magnitud del exilio republicano. Pero siempre habían sido de unas minorías y no por mucho tiempo. Nunca en la historia de España se había presenciado un desplazamiento forzado como este: si siquiera la expulsión de los judíos o la de los moriscos.
El exilio republicano se produjo en sucesivas oleadas: la primera, tras la toma del País Vasco, en el verano de 1936, estuvo formada por unas 15.000 personas; la segunda, al final de la campaña del Norte en junio de 1937, expulsó del país a unas 120.000 personas; la tercera, tras la ocupación del Alto Aragón en primavera de 1938; la cuarta, a finales de enero de 1939 tras la caída de Cataluña, arrojó a unos 500.000 españoles. Y en marzo de 1939, perdidos los últimos territorios republicanos, se produjo la quinta y última oleada con algo más de 12.000 republicanos embarcados en los conocidos Ronway, African Trader o Stanbrook, camino del Norte de Africa.
La cuantificación del éxodo republicano ha dado lugar a estimaciones muy variadas. Algunos han hablado de un millón y medio pero es casi imposible fijar una cantidad pues la cifra estaba variando continuamente por las repatriaciones y emigraciones que se produjeron. El Informe Valière, realizado a petición del Gobierno francés, ofrecía el 9 de marzo de 1939 la cifra de 440.000 refugiados, de los que 170.000 eran mujeres, niños y ancianos; 220.000 soldados o milicianos, 40.000 inválidos y 10.000 heridos. Un año más tarde quedaban en Francia, según el Ministerio Francés, 167.000 refugiados a los que habría que sumar los que pudieron marchar a América y los que desembarcaron en el norte de Africa. Si estas cifras oficiales son correctas, fueron aproximadamente estos 200.000 españoles los que formaron el grueso de nuestro exilio. Nunca en nuestra historia se había producido un desplazamiento forzado de tales magnitudes.
Estas simples cifras ponen de relieve que no se trataba de la salida de una elite dirigente, sean estos políticos o intelectuales. De España fue expulsada toda una sociedad completa; una fiel representación de España: eran dirigentes políticos de izquierdas, de centro e incluso conservadores, líderes, intelectuales, científicos, filósofos, historiadores, militares, policías, carpinteros, agricultores, panaderos, niños, jóvenes y mayores, de todas las provincias y regiones de España. No era una parte de la sociedad; era toda una sociedad la que se exiliaba con sus instituciones, sus partidos, sus valores, su idioma, sus tradiciones… Era la España peregrina.
Los campos de concentración
No era fácil para el Gobierno francés gestionar un problema como este. Ni se tenía experiencia al respecto ni la opinión pública francesa era unánime. Frente a la posición favorable a la República española de Le Populaire, L´Humanité o Ce Soir estaba la prensa conservadora, Le Petit Parisien, Le Matin, L´Époque o Le Jour reticentes o contrarios o quienes desde Gringoire o Candide mantenían las posiciones más xenófobas. En todo caso a aquella España peregrina le esperaba en la patria de las libertades – en la admirada Francia- los campos de internamiento y de concentración.
Es verdad que el término campo de concentración es un término maldito tras la barbarie nazi y se comprende la incomodidad de algunos franceses cuando se utiliza el término para referirse a estos campos. Pero así es como algunos se denominaban en su jerga administrativa. Desarmados y debidamente clasificados – : Allez, allez, allez, Les hommes par ici, les femmes avec les enfants por là – comenzaron a llenar los tristemente célebres campos Rieucros (Lozère), Argèles-sur-Mer (77.000), Saint-Cyprien (90.000), Barcarès (13.000), Arles-sur-Tech y Prats-de-Molló (46.000), Bram (Aude), Agde (Hérault), Vernet-les-Bains, Rivesaltes (Pyrénées- Orientales), Septfonds (Tarn-et-Garonne). Aproximadamente 275.000 pasaron por los campos de internamiento y de concentración franceses. Los relatos de quienes allí estuvieron son especialmente estremecedores. Max Aub retrató lo que debió ser el Entierro en Vernet de cualquiera de los muchos que allí fallecieron:
Firmes, serios, destocados
(…) Por la carretera el carro
gris del abastecimiento,
lleva el ataúd solitario
la carroza para todo.
Los prisioneros formados
De tres o de seis en fondo
Formados miran el lento
Y testudíneo traslado (…)
La diáspora
Y a partir de allí comenzó la gran diáspora. Algunos – muy pocos- presionados por las autoridades francesas que coaccionaban para lograr el retorno, volvieron a España. Otros, lograron acomodo en las Compañías de Trabajo, otros obtuvieron contratos para trabajar fuera del campo, algunos miles ingresaron en la Legión (terminarán luchando en Africa e Indochina) y en torno a unos 20.000 españoles lograron, gracias al SERE y a la JARE, a las gestiones de Pablo Neruda o a la inmensa generosidad de Lázaro Cárdenas embarcarse rumbo a América en aquellos buques míticos como el Ipanema, Mexique, Sinaia, Winnipeg, Quantza, de los que nos han quedado algunos impresionantes diarios de a bordo o la narración que Neruda nos hizo en Confieso que he vivido. O aquel impresionante poema que Pedro Garfias escribió en la travesía a América
Y es así como aquella España comenzó a peregrinar por los continentes de Africa, América, Europa e incluso Asia. Algunos para “transterrarse” definitivamente; otros con las maletas siempre preparadas para un inmediato regreso. Otros, los que se quedaron en Europa y en Africa, muy pronto se vieron envueltos en una nueva guerra que empeoraría aún más su situación ya desesperada. En la zona libre: se volvieron a llenar los campos de internamiento a fines de 1940 y se recrearon por el Gobierno de Vichy las Compañías de Trabajo – ahora se llamarán Grupos de Trabajadores Extranjero. En la zona ocupada, muchos españoles fueron internados en campos de trabajo o reclutados por la organización Todt para trabajar en la industria militar alemana o sencillamente conducidos a los campos de exterminio como el de Mathausen.
Qué hilo tan fino, qué delgado junco,
de acero fiel, nos une y nos separa
Con España presente en el recuerdo
Con México presente en la esperanza.
(…)
España que perdimos no nos pierdas;
Guárdanos en tu frente derrumbada.
Y a pesar de la adversidad- voluntad contra destino- dieron un impresionante ejemplo de lealtad a aquellas ideas que fundamentaron la Constitución de 1931 – la soberanía nacional, la libertad, la igualdad y el Estado social de Derecho- luchando más de 50.000 españoles en la Resistencia al fascismo, reconstruyendo las instituciones republicanas y manteniendo el funcionamiento de las mismas hasta que el pueblo español recobró la soberanía perdida en 1977. Pero de todo se hablará estos días en las próximas sesiones.
Por una pedagogía de la memoria
Nuestro sistema democrático tiene que recuperar la memoria del exilio. “Se aprende a pensar y a comprender el presente con las imágenes – dice Carmen Iglesias- que nos formamos del pasado, a fin de definirnos a nosotros mismos, de manera que la construcción cultural del presente y del futuro pasa por el conocimiento de los elementos del pasado… De la finura de la interpretación y traducción que hanamos de nuestra propia tradición heredada, siempre reemprendida, depende no sólo nuestro conocimiento del pasado sino fundamentalmente nuestra propia comprensión de la actualidad” (C. Iglesias).
Somos miembros, decía Martin Buber, de una comunidad de recuerdos. Sin recuerdos, no existe ninguna sociedad. Una nación no es más que una forma de identidad de que se dotan determinados grupos humanos; algo que se crea, se construye, se “imagina”. Por eso se las ha denominado, en feliz expresión de Benedict Anderson, “comunidades imaginadas”. De ahí la importancia que tienen los recuerdos en la construcción de una sociedad; la memoria es así un instrumento de construcción social. Es a través de los procesos de socialización – en la escuela o en la familia- donde se nos transmiten todo un mundo de recuerdos, de significados sin los cuales no podemos entender el mundo que nos rodea. Se nos retransmiten hechos, fenómenos y acciones que sirven como modelos, pautas de comportamiento, envoltorios de valores sociales que mantienen la cohesión social. Toda sociedad que pretende sobrevivir tiene que cultivar su memoria.
Pero tan importante como la memoria es la capacidad de olvido: si es mucho lo que hay que recordar socialmente para sobrevivir, es mucho lo que hay que olvidar para poder vivir juntos. La memoria es selectiva: ni puede recordar todo ni puede olvidar todo. Cada generación establece, consciente o inconscientemente, los oportunos filtros para seleccionar recuerdos y olvidos. Con gran perspicacia señalaba Renan la importancia que tienen los olvidos pues el olvido, e incluso los errores históricos, son un factor esencial en la creación de una nación. Sin el olvido de las diferencias originales de los grupos humanos que conviven sobre un mismo territorio no se puede construir una sociedad o una nación: “la esencia de una nación es que todos los individuos tengan muchas cosas en común, y también que todos hayan olvidado muchas cosas”.
No se trata obviamente de manipular la historia de forma orweliana, haciendo desaparecer personajes si es preciso o inventando hechos que nunca ocurrieron. Las dictaduras son las únicas que deciden qué es lo que se recuerda y qué es lo que se olvida. En un régimen de libertades, la pluralidad de interpretaciones impide las manipulaciones descaradas. En todo caso, hay toda una pedagogía de la memoria en libertad que aconseja olvidar ciertos hechos y recordar otros. ¿Qué es lo que deberíamos ser capaces de olvidar y qué es lo que tenemos inexorablemente que recordar?
Hay que olvidar todo aquello cuyo recuerdo aliente el resentimiento, alimente el odio, la frustración o conduzca de nuevo al enfrentamiento. Son los olvidos necesarios para seguir viviendo juntos y la transición española ha dado buena prueba de su capacidad de ciertos olvidos.
Pero si son muchas las cosas que hay que olvidar para poder convivir, también hay en nuestras sociedades democráticas – según Bruckner- un tipo primordial de memoria imprescindible; es esa memoria que apunta a una pedagogía de la democracia; es todo ese conjunto de recuerdos que sirven para potenciar y fortalecer la tolerancia, el pluralismo, el respeto y la capacidad de convivencia. Son los ejemplos de aquellas personas que a lo largo de nuestra historia se sacrificaron por defender la libertad, la soberanía nacional, la lealtad a la Constitución y el Estado social de Derecho. Y si hay algo imprescindible en esa pedagogía de la democracia – si se quiere evitar la pérdida o desfallecimiento de la propia democracia- es el recuerdo, especialmente, de las víctimas inocentes que todavía siguen esperando que se les haga justicia. Para no repetir errores y para no olvidar a las víctimas inocentes, la democracia precisa una pedagogía de la memoria.
Es en esa pedagogía de la memoria que nuestra democracia debe practicar donde debemos transmitir a las jóvenes generaciones algunas enseñanzas vivas de nuestro exilio.
En primer término, el enorme sufrimiento y desgarro que provocan las guerras, todas las guerras.
En segundo lugar, el ejemplo de compromiso con la libertad que dieron aquellos 50.000 españoles que combatieron en la Resistencia frente al nazismo, liberaron numerosos departamentos franceses y estuvieron entre los primeros libertadores de Paris.
En tercer lugar, la memoria del exilio nos enseña la fe en el derecho y en el valor del mantenimiento de la legalidad constitucional, que personificaron toda aquella serie de Presidentes de la República como Diego Martínez Barrio, Luis Jiménez de Asúa y José Maldonado o aquella sucesión de Gobiernos en el exilio cuyos presidentes Juan Negrín (1938-1945), José Giral (1945-1947), Rodolfo Llopis (1947), Alvaro de Albornoz (1947-1951), Felix Gordón Ordax (1951-1960), Emilio Herrera (1960-1962), Claudio Sanchez Albornoz (1962-1971) y Fernando Valera (1971-1977) que, contra vientos y marea, mantuvieron, en pie la legalidad republicana hasta que el pueblo español pudo pronunciarse libremente en las elecciones de 1977. Yo creo que si alguien merece, aunque fuera a título póstumo, la medalla del mérito constitucional son todos aquellos dirigentes.
Adolfo Sánchez Vázquez, también exiliado, se refiere con razón a un triple legado del exilio español:
- Hay un legado cultural, porque el exilio, por la elevada y vasta obra de sus intelectuales, científicos y artistas constituyó un capítulo fecundo de la historia de la cultura.
- Hay un legado moral, “porque el exilio no sólo fue coherente, en su comportamiento individual y colectivo, con la causa que se había defendido en la guerra civil sino que se mantuvo digno y responsable en su vida diaria, lejos de su patria, consciente de que, a los ojos de los mexicanos, representaban una España distinta de la que los había conquistado y colonizado. Y…
- Hay un legado político: ”porque al mantener en alto los principios y valores (de libertad, democracia e independencia) por los que nuestro pueblo había combatido heroicamente; al denunciar incansablemente ante el mundo las fechorías del franquismo y expresar su solidaridad y apoyo a los sufridos y perseguidos compatriotas del interior, el exilio contribuyó a recuperar esos principios y valores en la España democrática que surge de3 la transición”.
Del reconocimiento a la admiración
Todavía la España constitucional no ha pagado la deuda – inmaterial y material – contraida con aquellos exiliados por su aportación a la recuperación de la libertad. Porque aquellos españoles no sólo lograron dignificar el nombre de España en el exterior: su tragedia sirvió para mantener vivo el hilo de la legalidad constitucional y la idea de la soberanía nacional; esto es, de la democracia.
Un mínimo de continuidad histórica es indispensable para que la historia sea historia humana y para que una patria propiamente exista. Y en este sentido, aquella Numancia errante que fueron los miles de exiliados y los sucesivos Gobiernos republicanos mantuvieron viva la idea de una España anclada en los principios y valores del Estado de Derecho. Lo dijo mejor María Zambrano: hemos sido lanzados de España para que seamos su conciencia; para que derramados por el mundo hayamos de ir respondiendo de ella y por ella. Durante muchos años fueron la conciencia de España. Una conciencia que terminó triunfando cuando en junio de 1977 recuperamos la libertad y el Presidente de la República, José Maldonado, puso término a las instituciones republicanas en el exilio. Por eso la Exposición Exilio la abríamos con la Constitución de la República y la cerrábamos con la Constitución de 1978. Lo que hay entre ambas fechas – visto desde la perspectiva de la libertad y de la democracia- sí que fue un largo y trágico paréntesis. Mantener vivos aquellos ideales de soberanía nacional y de libertad, en un mundo hostil y a veces sin principios, fue el mejor legado del exilio a los españoles de hoy. Esa es la deuda pendiente con nuestros exiliados.
Es así como se debería cerrar un ciclo que se iniciaba con el desconocimiento, se continuó con el reconocimiento y debería culminar con la admiración y la gratitud. Por eso no debería pasar ni un día más sin expresar a los exiliados y a sus descendientes nuestra admiración por su trayectoria y nuestro respeto por la dignidad de su ejemplo; y, sobre todo, nuestro reconocimiento por haber mantenido viva la conciencia de una España abierta, tolerante, social y europea.
Virgilio Zapatero. Rector de la Universidad de Alcalá