No sé si les ocurre a ustedes lo que a mí me pasa últimamente: hay libros que, pasadas las primeras páginas, los abandono: no me interesan ni lo que cuentan ni cómo lo cuentan. Y me refugio en los clásicos.
Desconozco si existe una definición aceptada de clásico y, lego en crítica y en teoría literaria, no pretenderé sentar cátedra en este punto. Pero, como simple aunque apasionado lector, pienso que un clásico es una obra atemporal. O mejor dicho, una obra de todos los tiempos. Una obra que plantea problemas eternos del ser humano; una obra cuyos personajes por encima de los siglos nos siguen hablando, interpelando, sugiriendo ideas, emociones, códigos de conducta o sensaciones. Un clásico nunca muere. Ahí está Platón con sus dos mil quinientos años de vida, acompañado de Aristóteles; o Cicerón que vive desde hace dos mil años o Kant con poco más de doscientos años, Shakespeare, coetáneo de Cervantes. Sus voces vibran de generación en generación porque sus palabras son “eternos rayos de luz” que nos iluminan en las tinieblas u oscuridad de nuestra existencia. Como también sigue vibrando cuatrocientos años después la voz de Cervantes cuya máxima creación literaria, don Quijote, se ha convertido en un prototipo universal por su capacidad de reflejar ideales, desvelos y preocupaciones; no como mexicanos, españoles o chinos sino, simplemente, como seres humanos. Clásico- escribió alguna vez Italo Calvino- es un libro que se vuelve inmortal y guarda siempre algo nuevo para decir, pues se recrea generación tras generación, distinto e infinito como el mar: así es como veo yo a Cervantes
En los clásicos buscamos siempre luz para resolver los problemas más profundos de la persona como el amor, la amistad, el desencuentro, el odio, el sufrimiento, la felicidad… Con ellos tratamos también de acercarnos a los grandes valores que mueven a la humanidad; valores que, como la igualdad, la solidaridad o la libertad, son “insaciables” porque siempre podremos ser más libres, más iguales o más solidarios. Y en un mundo como el nuestro, golpeado por el terrorismo, sorprendido y escandalizado por las guerras, qué mejor forma de celebrar el cuarto centenario que buscar en Cervantes alguna respuesta al eterno problema de la libertad, que engloba en Cervantes los valores de igualdad y solidaridad. Al fin y al cabo, ¿no es este, precisamente, el problema de El Quijote?
Situemos la obra en su contexto. Cuando la última quincena de diciembre de 1604 se terminó la impresión de la primera edición del Quijote, el reino de España se había consolidado como Estado nación. En Europa, las potencias supraestatales – el Papado y el Imperio- hacía tiempo que habían sido arrinconado por las grandes monarquías nacionales. También las potencias infraestatales – municipios, gremios y ciudades- habían sufrido la expropiación de su poder en beneficio del incipiente Estado nación. La inseguridad – originada por el pluralismo de fuentes jurídicas y la atomización del poder- había concluido con la afirmación del dogma de la soberanía nacional: el nuevo Estado que se proclamaba soberano era ya un poder absoluto que no admitía desafíos ni internos ni externos, que monopolizaba el uso de la violencia, que racionalizaba su ejercicio a través de la ley, del establecimiento de una burocracia o administración, de la creación de tribunales servidos por jueces y magistrados y con una regulación de quien puede castigar, cuánto castigo puede imponer y con qué procedimientos se aplicarán los castigos. La primera construcción histórica del Estado nación la protagonizaron a partir del siglo XVI los fuertes Estados dinásticos de España, Francia e Inglaterra. Así pues, cuando Cervantes saca a su héroe de un “lugar de la Mancha”, cuyo nombre todavía desconocemos, España no sólo era un Estado, uno de los primeros Estados europeos; era un auténtico Imperio. Y, más allá de la fatiga incipiente perceptible a partir del reinado de Felipe III, había comenzado nuestro Siglo de Oro.
Pero don Quijote, en pleno Siglo de Oro, soñaba ya en otra edad de oro. Recuerden la escena: descansando después de uno de sus múltiples descalabros gracias a la hospitalidad de unos humildes cabreros y sentado sobre unas pieles de oveja en torno a unos tasajos de cabra, medio queso y un vaso de vino, don Quijote toma un puñado de bellotas avellanadas y pronuncia uno de los sus más hermosos discursos (1 parte, XI):
- Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro (que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima) se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes; a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas que liberalmente le estaban convidando con su dulce y sazonado fruto.
Edad maravillosa aquella, suspiraba don Quijote, en la que estaba garantizado el sustento diario, la paz, la amistad, la concordia, la sencillez de la vida, la belleza y la bondad pero, sobre todo y por si estos atractivos no son suficientes aún, una edad en la que no existe autoridad, ni jueces ni procesos; una edad en la que todavía…
- No había la fraude, el engaño ni la malicia mezcládose con la verdad y la llaneza. La justicia se estaba en sus propios términos, sin que la osasen turbar ni ofender los del favor y los del interés, que tanto ahora la menoscaban, turban y persiguen. La ley del encaje aún no se había asentado en el entendimiento del juez, porque entonces no había que juzgar ni quien fuese juzgado
El Siglo de Oro es ya para don Quijote “edad de hierro”, época de crisis y convulsa como la que representó en cierto sentido el reinado de Felipe III, rodeado de validos ineptos e incompetentes y en la que se fueron agostando esperanzas y promesas. Y en tiempos de crisis sentimos cómo los primeros fundamentos que crujen son los que sostienen la libertad. Por eso, el discurso sobre la Edad de Oro refleja, por una parte, la nostalgia de aquel optimismo renacentista y humanista representado en la homomensura o concepción del hombre como medida de todas las cosas y el tránsito, por otra parte, a un profundo sentimiento de desengaño en las creencias, a una degradación paulatina de los valores en que se apoya la sociedad del Barroco. Es un proceso de cambios profundos en los que le levanta ante nuestros ojos el edificio del Estado moderno. Este cambio transcendental en la sociedad lo pinta Cervantes mediante el humor. Es una pintura magistral, que llega a lo más profundo del pensamiento y del corazón.
El humor cervantino es un recurso pedagógico; un recurso estilístico para describir una situación lacerante sin hacer el menor daño y ahondar en la decepción. Un humor que no cae nunca en el resentimiento ni se inclina a la melancolía, aunque sí a una profunda amargura, esa amargura que siempre subyace en el humor. Aquella seguridad en sí mismo, aquella desbordante alegría que le es propia al hombre del humanismo en toda empresa, se va a tornar aquí en ironía liberadora, en impotente rebeldía, tal vez un simple lenitivo cual bálsamo de Fierabrás. Así, de esta manera balsámica, sin apremios, pero sin condiciones y de manera inexorable delata Cervantes en su obra el afán de la libertad, siempre presente.
El mito de la Edad de Oro era muy antiguo. Quien sabe si, entre los libros que la sobrina y el cura echaron a la hoguera, no estaban algún otro como los Trabajos y Días de Hesíodo: este había informado a la humanidad hacía más de dos mil años cómo en el inicio de los tiempos los Inmortales crearon una dorada estirpe de hombres mortales que existieron en tiempos de Cronos:
- Vivían como los dioses, con el corazón libre de preocupaciones, sin fatiga ni miseria; y no se cernía sobre ellos la vejez despreciable sino que, siempre con igual vitalidad en piernas y brazos, se recreaban en fiestas ajenos a todo tipo de males. Morían como sumidos en un sueño; poseían toda clase de alegrías, y el campo fértil producía espontáneamente abundantes y excelentes frutos. Ellos contentos y tranquilos alternaban sus faenas con numerosos deleites. Eran ricos en rebaños y entrañables a los dioses bienaventurados.
Seguro que Cervantes conocía este mito, que también narró Platón en la República, Ovidio en su Metamorfosis y recogieron las más brillantes plumas del Renacimiento. Pero, cuando Cervantes lo reescribe, ya ha aparecido en la literatura el contra-mito a la edad de oro, con la exaltación más poderosa e inteligente del Estado civil y la descripción más tenebrosa del estado de naturaleza. Se la debemos al menos inglés de todos los ingleses, Thomas Hobbes (1588), que en 1604 todavía no había publicado su De Cive (1642) ni su Leviatán (1651).
Toda reflexión en torno al poder y a sus límites parte, consciente o inconscientemente, de una concepción determinada de la naturaleza humana: ¿cómo sería el ser humano si no hubiera Estado? Para don Quijote, como siglo y medio más tarde para Rousseau en su Discurso sobre el origen de la desigualdad de los hombres, el hombre es bueno por naturaleza y de ahí se deriva, como veremos, su concepción más bien pesimista del poder y del Estado. La pintura diametralmente opuesta la podemos encontrar, entre otros, treinta y ocho años más tarde, en el hobbesiano De Cive.
Hobbres dedicó el capítulo I del Ciudadano a describir el “estado del hombre fuera de la sociedad civil”. Si la mayoría de los pensadores, desde Aristóteles hasta la fecha, habían partido de la afirmación de que el hombre era un animal nacido con disposiciones para vivir en sociedad, es decir, un animal sociable, para Hobbes este axioma era un puro error que provenía de un examen superficial de la naturaleza humana. En realidad, el fundamento de las sociedades numerosas y duraderas no se funda en el amor recíproco sino en el miedo mutuo. La causa de este miedo recíproco reside en la “voluntad mutua de perjudicarse” pero, sobre todo, “la causa más frecuente – decía Hobbes- que incita a los hombres a perjudicarse mutuamente es que muchos desean al mismo tiempo una misma cosa, de la que no pueden disfrutar en común y que no se puede dividir; de ahí que haya que darla al más fuerte. Pero, ¿quién es el más fuerte? El combate lo decide”.
Pero si el ansia por el oro, la sacra fames auri, es el rasgo más natural del ser humano, es evidente que no todas las cosas pueden ser poseídas o disfrutadas al mismo tiempo por todos: “Uno – proclamaba Hobbes- podía decir de cualquier cosa: esto es mío, pero no podía gozar de ello por culpa de su vecino que pretendía, con igual derecho y fuerzas iguales que esa misma cosa era suya”. De ahí que “a la tendencia natural que lleva a los hombres a destrozarse mutuamente, la cual deriva de sus pasiones, pero más que todo de su vanidad, agreguemos ahora el derecho de todos a todo, que permite atacar y defenderse con el mismo derecho y que es el origen de los celos y de las eternas sospechas de todos contra todos”. Así sería nuestra vida si no hubiera Estado y Derecho: una guerra de todos contra todos que Hobbes describe en Leviatán en términos vivos: “En una condición así, no hay lugar para el trabajo, ya que el fruto del mismo se presenta como incierto; y, consecuentemente, no hay cultivo de la tierra; no hay navegación, y no hay uso de productos que podrían importarse por mar; no hay construcción de viviendas, ni de instrumentos para mover y transportar objetos que requieran la ayuda de una fuerza grande; no hay conocimiento en toda la faz de la tierra, no hay cómputo del tiempo; no hay artes; no hay letras; no hay sociedad. Y, lo peor de todo, hay un constante miedo y un constante peligro de perecer con muerte violenta. Y la vida del hombre es solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta”. Y es así como, con una lógica implacable, Hobbes construyó la armazón más poderosa y resistente del Estado absoluto de su tiempo, un Estado en el que la búsqueda de la seguridad exige la renuncia a la libertad de los ciudadanos.
He acudido a Thomas Hobbes porque es otro clásico cuyo pensamiento sigue vivo y que es la antítesis del Quijote: si hay dos libros antitéticos son el Quijote y el Leviatán. Si hay dos clásicos difíciles de casar son Hobbes y Cervantes que, por otra parte, no se pudieron conocer. Don Quijote lo más lejos de la Mancha que llegó fue a Barcelona. Hobbes, en su exilio, no pasó de Francia. Pero si Hobbes, durante su exilio en Francia, se hubiera acercado a Barcelona para visitar virtualmente a don Quijote, podríamos imaginarnos un diálogo parecido a este:
- Del estado de naturaleza, le diría Hobbes, hay que salir.
- Al estado de naturaleza, nos había dicho antes don Quijote, hay que volver.
- El estado de naturaleza es el problema pues el hombre es un lobo para el hombre.
- No, Sir; el estado de naturaleza, con su comunión de bienes y su libertad irrestricta, es y debe ser nuestro destino.
- Para salir del estado de naturaleza, hay que construir un Estado fuerte que diga lo que es mío y lo que es tuyo, lo que es verdad y lo que es mentira, lo que es lícito y lo que es moral, insistiría Hobbes.
- Para volver al estado de naturaleza, a la edad de oro hay que olvidarse del Estado y confiar en los caballeros, le respondería don Quijote.
Thomas Hobbes, que vivió en una Inglaterra asolada por la guerra de todos contra todos – el Rey contra el Parlamento, el Parlamento contra la Iglesia, la Iglesia contra el Rey- aspiraba a un mínimo de seguridad a través de la construcción de un Estado fuerte que hiciera posible la paz y garantizara unos mínimos derechos. Pero don Quijote invierte los términos: no solamente no confía en el Estado sino que sospecha que, si hay alguien que puede conculcar más fácilmente los derechos, ese es el Estado y sus representantes.
Volvamos de nuevo con don Quijote pues las palabras que le presta Cervantes expresan lo que pretendo decir más precisa y bellamente que lo pueda hacer yo.
Mientras discute con su fiel Sancho sobre sus posibilidades de llegar a obtener el título de conde, cuenta Cide Hamete Benengeli, autor arábigo y manchego, cómo don Quijote alzó los ojos y vio que por el camino venían hasta doce hombres a pie, ensartados como cuentas en una gran cadena de hierro por los cuellos, y todos con esposas a las manos, escoltados por dos hombres de a caballo y dos de a pie; los primeros con escopetas de ruedas y los segundos armados de dardos y espadas.
- Esta es, dice Sancho, cadena de galeotes, gente forzada del rey, que va a galeras.
- ¿Cómo gente forzada? – preguntó don Quijote-. ¿Es posible que el rey haga fuerza a ninguna gente?
- No digo eso- respondió Sancho-, sino que es gente que por sus delitos va condenada a servir al rey en las galeras, de por fuerza.
- En resolución – replicó don Quijote-, como quiera que ello sea, esta gente, aunque los llevan, van de por fuerza, y no de su voluntad.
- Así es – dijo Sancho.
- Pues desa manera –dijo su amo– aquí encaja la ejecución de mi oficio: desfacer fuerzas y socorrer y acudir a los miserables.
- Advierta vuestra merced – dijo Sancho-, que la justicia es el mismo rey, no hace fuerza ni agravio a semejante gente, sino que los castiga en pena de sus delitos.
Pero a don Quijote ya poco le importaba que se tratara de reos condenados por robo in fraganti, un cuatrero que ha “cantado el ansia” (esto es, bajo tormento), y confesos de alcahuetería, bigamia o bandolerismo como el caso de Ginés de Pasamonte; lo que importa es que “van de por fuerza y no de su voluntad”; que han perdido su libertad. Y ahí encaja la ejecución de su oficio de caballero andante. Además, y por si faltara poco, ¿cómo confiar en la administración de justicia?
- De todo cuanto me habéis dicho, hermanos carísimos, he sacado en limpio que aunque os han castigado por vuestras culpas, las penas que vais a padecer no os dan mucho gusto, y vais a ella de mala gana y muy contra vuestra voluntad; y que podría ser que el poco ánimo que aquel tuvo en el tormento, la falta de dineros déste, el poco favor del otro y, finalmente, el torcido juicio del juez, hubiese sido causa de vuestra perdición y de no haber salido con la justicia que de vuestra parte teníades. Todo lo cual se me representa a mí ahora en la memoria, de manera que me está diciendo, persuadiendo y aun forzando, que muestre con vosotros el efecto para que el cielo me arrojó al mundo, y me hizo profesar en la orden de caballería que profeso, y el voto que en ella hice de favorecer a los menesterosos y opresos de los mayores. Cuando más, señores guardias – añadió don Quijote– que estos pobres no han cometido nada contra vosotros. Allá se lo haya cada uno con su pecado; Dios hay en el cielo que no se descuida de castigar al malo ni de premiar el bueno, y no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ello.
Fijémonos en las razones que alega don Quijote para liberar a los cautivos. En primer lugar, que no van a galeras con “mucho gusto” sino más bien “de mala gana y contra su voluntad”. En segundo lugar, que, aunque él no se atreve a afirmarlo, bien “podría ser” que las condenas se hayan debido a la aplicación del tormento, la falta de recursos para comprar la justicia o al “torcido juicio del juez” aplicando la famosa “ley del encaje”. Y, en cualquier caso y si han hecho algo, no es asunto de los “señores guardias” a los que no les va nada en ello. En suma, el Estado carece de legitimación para privar a nadie de su libertad natural e irrestricta. Y no sólo porque se haya probado el mal funcionamiento de la Justicia sino, más bien, porque don Quijote mantiene una doble presunción de la que no está dispuesto a apearse: la injusticia de privar a alguien de su libertad y la opción, en la duda, a favor de la libertad. Una cosa es la justicia y otra cosa es la ley; y la justicia está por encima de la ley o el derecho con lo que los papeles se han invertido: los representantes del Estado o “cuadrilleros” no son mas que “salteadores de caminos con licencia de la Santa Hermandad” o, si se quiere, “ladrones en cuadrilla” que roban lo más preciado del ser humano como es su libertad. Y quien, como don Quijote, se enfrenta a la ley y al poder no puede ser nunca calificado de “robador y salteador de sendas y carreteras” (1 parte, capítulo XLV):
- Venid acá, gente soez y mal nacida, ¿salteador de caminos llamáis a dar libertad a los encadenados, soltar a los presos, socorrer a los miserables, alzar a los caídos, remediar a los menesterosos?
El caballero andante, en su oficio de deshacer entuertos, no está constreñido por ley alguna; está exento de todo judicial fuero, del pago de cualquier pecho o alcabala, chapín de la reina, portazgo o de barca. El caballero andante es un auténtico princeps legibus solutus. Hobbes, tras escuchar a don Quijote, hubiera concluido que ahí estaba lo que él llamaba la segunda enfermedad grave del Estado, “procedente del veneno de las doctrinas sediciosas” y consistente en afirmar que “cada hombre en particular es juez de las buenas y malas acciones” cuando es manifiesto que la medida de las buenas y malas acciones es la ley civil” (Leviatán, capítulo 29). Sin respeto a la ley, no hay seguridad insistiría Hobbes. Pero a don Quijote no le preocupa la seguridad jurídica. Lo que le obsesiona a su creador, cuya carne ha probado ya la dureza de la cárcel y el cautiverio, es la libertad (2 parte, LIV):
- La libertad, Sancho, – le dice decidido a abandonar la vida regalada que le proporcionan los Duques en Barcelona– es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres.
Toda la obra rezuma una desconfianza hacia las instituciones del Estado. Pero quienes creemos en el Derecho como principio de civilización no encontraremos en esta obra soluciones alternativas. Fuera de la crítica fugaz, pero dura, desdeñosa y negativa no hay ninguna contraposición de soluciones mejores frente al gobierno existente que, ciertamente, en sus actos, métodos y procedimientos queda visiblemente minado. A don Quijote no parece interesarle reformar las instituciones del Estado. Posiblemente, como nos recuerda Niceto Alcalá Zamora (El pensamiento de El Quijote, visto por un abogado), esta omisión reformadora pueda obedecer a cautela, temeroso de que en la indicación de reformas se apreciara audacia, no obstante su buena intención, y en cambio pasara inadvertida, quedando impune, la crítica demoledora pero encubierta. Cervantes prefiere moverse en el mundo de la ficción literaria porque para un ex – cautivo en Argel, que ha conocido los rigores de la cárcel, es menos arriesgado el campo de la literatura.
Es en este campo donde Cervantes ha sido capaz de la mayor libertad artística que un autor haya logrado jamás. En la ficción, el historiador moro Cide Hamete Benengeli aparece como el primer y auténtico autor del Quijote, un morisco toledano es su primer traductor y el mismo Cervantes aparece ficcionado como segunda autor, que entrega a los lectores una historia sobre la cual podrá comentar lo que quiera porque la conoce toda de antemano gracias a la traducción del morisco. Cervantes puede ocultar sus opiniones en el historiador moro o en su traductor morisco sin incurrir en la furia de los cuadrilleros del Santo Oficio. A un personaje de ficción como Ricote siempre le será más fácil afirmar que en Alemania “se puede vivir con más libertad… porque en la mayor parte de ella se vive con libertad de conciencia” (2 parte, LIV). Pero es Ricote, un morisco y delincuente, el que lo dice; o tal vez, Cide Hamete o puede ser que se deba a la traducción del morisco.
Don Quijote prefiere abandonar el campo de la política real para encontrar la justicia en una edad dorada sin jueces, gobiernos ni restricciones. La filosofía política es un campo minado para quien, como todos los cautivos de Argel son vigilados de cerca por la Santa Inquisición. La filosofía política puede ser un campo propicio para los Francisco de Vitoria, Domingo de Soto, Mariana o Suárez, representantes preclaros de la Escuela Clásica del Derecho Natural inquieta por hallar expedientes eficaces para el mejor control del poder y reforma del Estado. Quédese, pues, para la Iglesia o para los personajes de ficción como Ricote, la escasa o tácita filosofía política y refugiémonos en la ficción o en la filosofía moral.
Ficción y filosofía moral es lo que nos ofrece don Quijote: no la reforma política de un poder arbitrario e injusto sino la propuesta de un arquetipo humano, un caballero que se nos presenta como modelo de conducta, posiblemente el único que nos puede volver a la perdida edad dorada. Reforma, pues, sobre todo moral. O dicho en otros términos, en lugar de teoría de la justicia, teoría de la virtud.
Cuenta Cide Hamete Benengeli en el primer capítulo de la segunda parte de esta “gravísima, altisonante, mínima, dulce e imaginada historia” como el cura, el barbero y la sobrina pensaron que ya estaba curado don Quijote de su locura al ver el cuerdo razonamiento que mantenía en sus pláticas diarias. Pero sólo faltó mencionar a Júpiter y a Neptuno para que don Quijote, ese “loco entreverado” que razona cuerdamente y actúa como loco, volviera a las andadas y recordara al señor “rapista” o barbero cuál era su única e irrenunciable misión en la vida (2 parte, capítulo I):
- Sólo me fatigo por dar a entender al mundo el error en el que está en no renovar en sí el felicísimo tiempo donde campeaba la orden de la andante caballería. Pero no es merecedora la depravada edad nuestra de gozar tanto bien como el que gozaron las edades donde los andantes caballeros tomaron a su cargo y echaron sobre sus espaldas la defensa de los reinos, el amparo de las doncellas, el socorro de los huérfanos y pupilos, el castigo de los soberbios y el premio de los humildes.
Nobles ideales los que aquella edad dorada. Por el contrario, en estos tiempos que corren, para don Quijote ((1 parte, capítulo I),
- Ahora triunfa la pereza de la diligencia, la ociosidad del trabajo, el vicio de la virtud, la arrogancia de la valentía, y la teórica de la práctica de las armas, que sólo vivieron y resplandecieron en las edades de oro y en los andantes caballeros.
Don Quijote es un modelo de aspiración a un ideal ético y estético de vida. Quiere hacer el bien y vivir bien la vida: acometer “todo aquello que pueda hacer perfecto y famoso a un andante caballero”. Como caballero andante debe saber las leyes de la justicia tanto distributiva como conmutativa para dar a cada uno lo que es suyo y lo que le conviene (2 parte, XVIII) pero también – además de dominar la teología, la astrología, las matemáticas, debe saber nadar y herrar- (2 parte, XVIII)
- ha de guardar fe a Dios y a su dama; ha de ser casto en los pensamientos, honesto en las palabras, liberal en las obras, valiente en los hechos, sufrido en los trabajos, caritativo con los menesterosos y, finalmente, mantenedor de la verdad, aunque le cueste la vida el defenderla.
Es así como hemos de acabar con la soberbia de los poderosos. A la envidia de nuestro tiempo, hemos de combatirla con generosidad y “buen pecho”. El reposado continente y la quietud del ánimo debe vencer a la ira. La gula deberá ser sustituida por la frugalidad. Por encima de la lujuria y lascivia estará siempre la lealtad. La pereza deberá ceder ante el esfuerzo “buscando las ocasiones que nos puedan hacer y hagan, sobre cristianos, famosos caballeros” (2 parte, capítulo VIII). El Quijote, pues, es una magna síntesis de vida y literatura, de vida vivida y vida soñada, como explica E.C. Ridley; una genial integración de realismo y fantasía; pero también la propuesta de un modo de vida diferente en el que reinen todo un conjunto de virtudes que constituyen el negativo del mundo de su tiempo y, también, de nuestro tiempo.
Permítanme que me atreva a afirmar que, del catálogo de virtudes del buen caballero que lucha por la libertad del ser humano – leitmotiv de la vida de don Quijote, tal vez ninguna brille tanto como la virtud de la entrega o generosidad. No cabe ser libre en un mundo de esclavos. Por eso el hombre libre se identifica no sólo con el próximo sino también y sobre todo, con el prójimo. Próximo y prójimo son dobletes del mismo étimo, es decir, de la voz latina proximus. Próximo es el cercano, el que está ahí a nuestro lado, al que conocemos por su nombre o por su rostro y con el que hemos de mantener relaciones humanas, de afecto o siquiera sociales de cortesía y educación. Próximos a don Quijote son Dulcinea, Sancho, la sobrina, el cura o el barbero. Son todos aquellos con los que tenemos unos deberes especiales y cuyo cuidado y atención nos obligan a cada uno de nosotros y que, en el caso de don Quijote, son a quienes hace sus mandas en el testamento.
Pero prójimo, cuyo étimo también es la voz latina próximus, es cualquier hombre respecto de otro, considerados desde la perspectiva de la solidaridad humana: Andrés a quien su dueño arranca la piel por su denunciada desidia, Basilio que amenaza quitarse la vida por un amor no correspondido, Cardenio, la princesa Micomicona, Ricote, los famosos galeotes, Montesinos, Belerma, Durandarte, Agi Morato, padre de la bella Zoraida, la propia Zoraida, Cardenio, Luscinda… En la obra cervantina no encontraremos personajes secundarios; todos son protagonistas principales. Todos ellos, independientemente de su condición social tienen una holgura de respeto justa y siempre de piedad. Son nuestros prójimos, nos llegan fácilmente y padecemos con ellos, esto es les com-padecemos.
Tal es la “projimidad”, decía Luis Rosales, o calidad que tienen los seres humanos de ser solidarios entre sí. Y eso no se consigue sólo con instrucción como ocurre con la proximidad sino siendo un caballero, con la nobleza de espíritu y con la generosidad; en suma, con la caballerosidad, siendo noble, preclaro, ilustre y generoso; dándose a los demás, protegiendo a los más débiles. Un caballero, cuerdo o loco, no sólo respeta al próximo sino que se entrega también al prójimo en un acto de suprema solidaridad y, si es preciso, está dispuesto a “deshacer entuertos”, a liberar al preso destinado a galeras, a proteger al débil sin reparar quien es el opresor: para el caballero este será siempre “un malandrín”. Malandrines como los que hoy pululan en nuestras sociedades nacionales, por no hablar de la sociedad internacional, sin protección para los débiles y menesterosos, y acostumbrada a atentados clamorosos a los principios del Estado de Derecho, a la condena a la marginación y a la miseria de la inmensa mayoría del género humano o a la barbarie de una guerra sin caballeros.
Es el sentimiento de “projimidad”, tan vivo en don Quijote, lo que falta en nuestras sociedades modernas. Tal vez por eso siga siendo Cervantes un clásico. El Diccionario de la Real Academia Española dice de Quijote (en su segunda acepción) lo siguiente: “Hombre que antepone sus ideales a su conveniencia y obra desinteresadamente y comprometidamente en defensa de causas que considera justa, sin conseguirlo”. Estoy en todo de acuerdo con la descripción hecha por los señores académicos salvo cuando añaden sin conseguirlo. Muchas de las utopías – y la historia así lo atestigua- han sido siempre verdades prematuras que finalmente se han ido cumpliendo. En ese sentido – y sólo en ese sentido- la edad dorada soñada en el que se haga realidad la libertad de todos sí que es una utopía que sostienen todos los quijotes del mundo.
Comenzaba mi intervención confesándoles mi predilección por los clásicos. Uno de mis clásicos es Cervantes al que leo cada vez con más deleite, huyendo del acoso del marketing editorial y buscando siempre nuevas ideas, sugerencias, sensaciones. “Toda época – decía Pedro Salinas- coloca sobre el libro clásico su propia interpretación, se lo explica a su modo, sin por eso alterarlo. Porque el clásico es eterno rayo de luz, y el curso de los tiempos le hace pasar, a través de diversos prismas, de suerte que se refracta con otras tantas variaciones. Su virtud luminosa y aclaradora no cesa; es siempre el mismo y no obstante de él salen, según lo que se interponga entre él y el que lo siente, según el medio refractor que no es otro que el tono vital de la época, dibujos y combinaciones sorprendentes y nuevas. Estas interpretaciones históricas de los clásicos son casi siempre valiosas: cada una descubre en él una verdad y acaso ninguna las descubre todas”.
Y el tono vital de nuestro tiempo, sobre el que se refracta esta maravillosa historia, es el clima creciente de inseguridad que genera el incumplimiento de las promesas del Estado de Derecho, el terrorismo que no cesa o las guerras al margen del derecho y la legalidad internacional. En este clima de inseguridad, millones de seres humanos vuelven diariamente su rostro al gran Leviatán del que nos hablaba Thomas Hobbes y no al prototipo del caballero que lucha por la libertad. La celebración del IV Centenario de la primera edición del Quijote debería servir para hacer la lectura e interpretación más acorde con los problemas de nuestro tiempo. Si así fuera, en un tiempo tan oscuro como el que nos ha tocado vivir, brillarían de nuevo como “eterno rayo de luz” las palabras de nuestro héroe (2 parte, LVIII):
- La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres.
Virgilio Zapatero. Rector de la Universidad de Alcalá.
Conferencia inaugural del Coloquio Cervantino Internacional. Guanajuato (México), 19 de mayo de 2004. Publicado en las Actas del Coloquio.