Amos Oz, en su trabajo Contra el fanatismo sugiere que todas las universidades deberíamos organizar periódicamente seminarios o cursos sobre fanatismo. Incluso llega a proponer la creación de cátedras de fanatismo comparado. Realmente los “casos” de estudio serían innumerables y los podríamos seleccionar de cualquier país de cualquiera de los continentes. Si es Oceanía, el Frente Moro de Liberación es un buen ejemplo; si se trata de América, el Sendero Luminoso podría ser un “caso” de estudio. En Oriente Medio, deberíamos estudiar el fenómeno de Al Quaeda. La Europa de las Luces añadiría a este museo de horrores el IRA o los terroristas corsos. ETA, por nuestra parte, sería la aportación ibérica más sanguinaria y susceptible de estudio. ¿Qué pueden tener en común asociaciones como estas cuyos componentes pertenecen a culturas tan dispares? Yo creo que todos ellos tienen un punto en común: son la versión extrema del fanatismo.
El fanatismo no es una doctrina, una creencia o una religión. Hay religiones, doctrinas y creencias nada fanáticas. El fanatismo es, más bien, una actitud, un carácter; casi diría una forma de vivir las doctrinas o las concepciones de vida. Por supuesto que una investigación en torno al fanatismo no puede obviar el análisis de las diferentes teorías explicativas de porqué una persona vive fanáticamente una doctrina o concepción de vida. Pero más allá de las explicaciones causales – pobreza, marginación, exclusión, o persecución- en el fondo del fanatismo hay un problema de naturaleza moral. Casi religiosa. En Roma, el fanaticus era el asiduo del fanum (templo) que defendía con tenacidad desmedida y apasionamiento sus creencias y opiniones religiosas. Con el tiempo, el fanatismo ha saltado de las iglesias a los campos de fútbol, a las canchas de deporte o a las más diversas relaciones sociales. En política, el fanatismo adoptó en ocasiones la forma del terrorismo, que no es sino su degeneración sanguinaria.
La esencia del fanatismo en su versión terrorista es la convicción de estar en posesión de la verdad y de que esta verdad es tan elevada que cualquier medio es legítimo para implantarla. El terrorismo fanático se basa en la concepción metafísica de que de lo malo puede surgir lo bueno, de que es posible – como se dice en Crimen y Castigo– mentir hasta conseguir la verdad. Que el asesinato político puede tener la textura de un valor superior al de la moralidad. Tal vez nadie mejor que W. Ropschin, jefe del grupo terrorista durante la Revolución Rusa de 1904-1906 ha formulado el problema moral del terrorista:
Asesinar – dice en una de sus novelas- es un delito; más aún, es un pecado que nadie puede perdonar; pero, a pesar de ello, en ocasiones se debe asesinar.
Cabe la posibilidad de que el terrorista acepte que el asesinato no sólo es un delito sino incluso que sea inmoral. Pero hay algo para el terrorista por encima del Derecho y de la Moral que ordena y redime: es la necesidad histórica de alcanzar un objetivo supremo como la liberación de la humanidad, de la clase o de la nación. En suma, el fin justifica los medios: esta es la esencia del fanatismo. Podríamos expresar este pensamiento con las terribles palabras del Judith de Hebbel:
“Y si Dios hubiera puesto el pecado delante de lo que tengo que hacer, ¿quién soy yo para sustraerme al pecado?”.
No es fácil prevenir el fanatismo. Más difícil incluso es su curación. Amos Oz recomienda apelar a la imaginación: si alguien pudiera imaginar las consecuencias previsibles de sus acciones, le resultaría mucho más difícil ser un “buen” fanático. Pero en nuestro caso no es necesario echar imaginación: aquí lo único que hay que hacer es abrir bien los ojos y mirar a las víctimas reales, no virtuales o imaginadas, del terrorismo etarra. Tal vez sea una buena terapia.
Durante mucho tiempo en España las víctimas del terrorismo han sido “invisibles” y este olvido e invisibilidad ha sido un buen caldo de cultivo para el fanatismo. Toda democracia precisa una pedagogía de la memoria: tiene que saber olvidar y tiene que saber recordar. Pero lo único que no puede olvidar una democracia son las víctimas inocentes, cuyo recurso y presencia constituye la mejor lección que una Universidad puede impartir contra el fanatismo.
Hemos iniciado estas jornadas plantando en nuestro jardín un abedul. Hemos optado por este árbol por lo que representa. El color blanco de la corteza evoca la paz y la tolerancia, sobre una dura madera que evoca la fuerza y la resistencia. Por eso podemos terminar con unas hermosas palabras de Epicteto:
“Un espíritu alto y delicado, como el abedul, es fortaleza y carácter; su dulzura no quebrada termina por destruir el horror”.
Estoy seguro que este árbol conocerá el fin del horror de nuestro tiempo; la derrota del terrorismo.
Virgilio Zapatero, Rector. Intervención en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá el 1 de octubre de 2003, con ocasión del acto en Memoria de las Víctimas del Terrorismo.