El tipo de palabras, de expresiones y formas que utilizamos para comunicarnos pone al descubierto, a veces inconscientemente, nuestros más profundos anhelos y temores, esperanzas y desilusiones, antipatías y simpatías. Por mucho que controlemos nuestras emociones, al final nuestro lenguaje termina por sacar a la luz todo lo que llevamos dentro. Por eso, una forma de conocer a una persona es observar cómo habla: in lingua, veritas; esto es, el lenguaje no miente.

También los sistemas políticos los podemos conocer por su lenguaje. El vocabulario que de alguna forma institucionaliza un sistema político nos dice mucho de las poderosas corrientes subterráneas que lo alimentan. La idea de la íntima relación entre política y lenguaje ya la descubrió Platón hace más de 2.000 años: los regímenes políticos, escribía a Pérdicas, tienen cada uno su lengua como si se tratara de seres vivos; hay un lenguaje propio de la democracia, otro de la oligarquía y otro, a su vez, de la monarquía. También, claro está, hay un lenguaje de la tiranía, cosa que ha podido comprobar Europa a lo largo del siglo XX. Uno de los testimonios más impresionantes al respecto lo ofrece Victor Klemperer, filólogo alemán y judío que se negó a renunciar a ninguna de estas dos identidades en plena barbarie del nacionalismo étnico y totalitario, y que sobrevivió a la persecución anotando en su diario durante 13 años los términos capitales de La Lengua del Tercer Reich. Pudo así constatar, como más tarde hicieron Orwell o Steiner, que las mentiras y el salvajismo totalitario son fenómenos íntimamente ligados a la corrupción del lenguaje y a su vez exacerbados por esa misma corrupción. Pudo mostrar con claridad cómo el nazismo impuso su dominación no sólo mediante la Gestapo y los campos de concentración, sino también manipulando el lenguaje, logrando destilar en las palabras su veneno totalitario.

También el franquismo tenía su lenguaje. Estaba plagado de movimiento, comunistas, contubernios, conjuras y confabulaciones, productores, tercios familiares y sindicales, asociacionismo, orden público, judíos, masones y sus derivados, gestas, lealtad, adhesión, subversión y sequías o adjetivos como glorioso, pertinaz e inquebrantable… Cada una de ellas evoca todo un mundo de significados políticos. Falta por recopilar la lengua del franquismo y ver cómo fue manipulada para convertirla en instrumento ideológico.

La democracia tenía que construir su propio lenguaje, y por eso en la década de los setenta se produjeron en nuestra lengua cambios importantes que merecerían también ser estudiados con detenimiento. Es lógico que erradicara definitivamente ciertas palabras que rezumaban rencor, olvidara fechas nefastas como el 18 de julio y el 1 de abril, evitara algunos lugares tabúes como El Pardo, enterrara celebraciones como la Demostración Sindical o el Día de la Victoria, y que enviara a la lavandería una buena cesta de palabras y expresiones, usadas y manipuladas por el franquismo. Incluso el término España, a la que también nosotros habíamos visto siempre de uniforme, fue sustituido por el Estado español a la espera de poder usar de nuevo España sin adjetivos. La democracia tuvo que limpiar el lenguaje. Pero lo característico de la transición no fueron sólo los términos que se evitaron por su vinculación con el pasado, sino que en el lenguaje político aparecieron algunas palabras clave que han dado el tono a toda una época. Son palabras como Constitución y sus derivados, Estado de derecho, Europa, autonomías, solidaridad, partidos, libertades, tolerancia, respeto, democracia, igualdad, derechos, diálogo, pacto… Todo un diccionario de la política española. No es que fueran términos nuevos; desde hacía tiempo formaban parte del lenguaje corriente de ciertas minorías; pero les faltaba el contexto y el uso para cobrar todo su sentido. Lo nuevo, lo que caracterizó el proceso constituyente, es que aquellos términos se trasvasaron al lenguaje ordinario, se convirtieron en vocablos de uso habitual para la inmensa mayoría de españoles, fuese cual fuese su profesión, edad o riqueza. Y como el poder de las palabras es formidable, resultó que el uso habitual de aquéllas, su socialización, sirvió para interiorizar y afianzar los valores que designaban. Es así como las palabras se pusieron a trabajar a favor de la democracia, y al generalizarse transformaron en cultura los valores proclamados en el texto constitucional.

En el diccionario constitucional de España, tal vez ningún vocablo expresa mejor lo que ocurrió con algunos términos como el de consenso. Primero fue un término propio de las ciencias sociales utilizado para medir el grado de identificación del ciudadano con un sistema político. Más tarde se apropiaron del mismo los constituyentes para referirse al método de elaboración y desarrollo del texto constitucional. Pero la gran transformación del término se produjo cuando del lenguaje de los políticos pasó al lenguaje ordinario: para los ciudadanos, consenso significaba una forma diferente de entender todas las relaciones, tanto políticas como sociales. No sólo en el Parlamento o en los ayuntamientos, sino también en la fábrica, en la empresa y hasta en la comunidad de vecinos, los problemas había que resolverlos mediante el diálogo y la transacción. El término consenso expresaba así el espíritu de una época, la nueva cultura política de España. Palabras como consenso nos dicen más de toda una época que la biografía de algunos de sus protagonistas.

El término consenso expresaba así el espíritu de una época, la nueva cultura política de España. Palabras como consenso nos dicen más de toda una época que la biografía de algunos de sus protagonistas.

Pasados 42 años de vida constitucional, el lenguaje de la democracia comienza a cuartearse: no es ya el lenguaje de la transición. Palabras como tolerancia, respeto, democracia, igualdad, derechos, autonomía, diálogo, acuerdo parecen haber perdido su brillo y su uso. Por lo que se refiere al término consenso, éste no tiene el predicamento que tuvo en su momento. Europa no es término que suscite las mismas emociones que hace años. La autonomía se ve asaltada por la autodeterminación. Al mismo tiempo, el discurso político revela las fisuras que se abren entre aquellas fuerzas que elaboraron o mantienen la Constitución: lejos de mantener abiertos los canales de diálogo cuando están en juego graves cuestiones institucionales, se recurre con frecuencia a la descalificación y al insulto. Reaparece como adjetivo (descalificativo, por supuesto) el término de comunistas, se unen socialismo y corrupción, el conservador se convierte fácilmente en fascista, la crítica se demoniza como radicalismo, la Constitución empieza a no ser punto de encuentro, sino línea divisoria entre unos y otros; se vuelve a adjetivar y patrimonializar el término España, y las diferencias legítimas entre partidos del arco constitucional se convierten en traiciones. De poco sirve que las empresas de imagen cuiden el vestido, la sonrisa y la dicción de los personajes públicos: las palabras no mienten, y a veces terminan por desvelar toda la carga de intolerancia que algunos parecen llevar muy dentro. No debía andar muy descaminado Aristóteles cuando aseguraba que cada uno habla y obra tal como es y de esta manera vive.

Pero no podemos consolarnos pensando que allá cada uno con su vida y con su lengua, porque las palabras cobran valor político si penetran en el lenguaje habitual de los ciudadanos. Si, como ocurrió en la etapa constituyente, se usa el lenguaje de la democracia, las palabras mismas trabajan a favor del fortalecimiento de los valores constitucionales. Pero si son palabras que reflejan intolerancia o rencor, se corre el riesgo de que actúen como pequeñas dosis de arsénico que, tomadas a diario, nos intoxiquen sin que nos demos cuenta. Y entonces podríamos terminar todos viviendo como algunos hablan. Por eso importa tanto, tras 42 años de Constitución, mantener y cuidar el lenguaje de la democracia.

Versión actualizada del artículo publicado en El País el 3 de diciembre de 2003